martes, 3 de diciembre de 2013

Síntomas de Navidad

Como toda mi generación, yo llegué tarde a la Navidad.

El único recuerdo que conservo de mi niñez, y que tenga que ver con la Navidad, es acerca de una desgastada caja de cartón, roja y decorada con estilizados copos de nieve, que mi madre conservaba entre sus cosas.

En la caja había unas bolas de cristal para el arbolito, que habían sobrevivido todos esos años de proscripción cuidadosamente envueltas en amarillentas motas de algodón. Y yo, con el martilleo de mi dedo de niño curioso, comprobé que todas aquellas bolas eran, además de bonitas, muy frágiles. “Mira esto, se rompieron todas las bolas...”, dijo mi mamá un día que abrió la caja roja, quién sabe si por rutina, o por pura nostalgia. Y echó la caja a la basura, con lo cuál se desvaneció definitivamente el único y tenue hilo que me conectaba con la Navidad.

Pasó el tiempo y pasó un avión por el Estrecho de Yucatán y el 24 de diciembre me tomó por asalto en México. “Oye, la Navidad es obviamente para gente rica...”, le dije asombrado, desde mi perspectiva cubana, a un amigo mexicano, que asintió con sonrisa triste. No estaba yo preparado para aquella histeria de compras, para toda la invasión de adornos, alegorías, comerciales, para la absurdamente opípara oferta de carnes, turrones, frutas y bebidas. Y tampoco estaba preparado, por supuesto, para los villancicos.

Los villancicos son, indiscutiblemente, el sonido de la Navidad. Son, además, melosos, tibios, arrulladores y empalagosos. Los villancicos son un gusto adquirido, como el queso azul, o la literatura barroca. No es cosa que pase fácil. Y pueden ser, ciertamente, muy raros, como aquel que dice:

Pero mira cómo beben los peces en el río
Pero mira cómo beben por ver al Dios nacido
Beben y beben y vuelven a beber
Los peces en el río por ver a Dios nacer

Eso es algo que parece producto de intoxicación con mescalina. Es como decir “Pero mira como respiran las vacas en el potrero, mira, es azul, y rosado...” Pero las personas que tuvieron Navidades toda su vida se enternecen con eso, porque crecieron imaginando pececitos que bebían agua y miraban, tiernos y morbosos, a María pariendo. En el desierto. Donde el agua más cercana sería el Mar Muerto, donde no hay peces.

La alternativa anglosajona de los villancicos no es mucho mejor, la verdad. El Jingle Bell Rock, y Nat King Cole, Broadway en pleno, y todas las divas de R&B desgañitándose en canciones rebosantes de campanitas y azúcar. Y, por supuesto, Feliciano deseando Feliz Navidad aiuanauichuamerricrisma.

Pero yo todavía no sabía nada de eso en aquella Navidad cuando vi, asombrado, desde la altura del Periférico, aquel inmenso y familiar parqueo, donde siempre había muchos espacios disponibles, pero que hoy estaba totalmente repleto de autos y de personas que caminaban de un lado a otro, nerviosas, cargadas de paquetes.

Y mucho menos podía imaginar que allí, dentro de aquella megatienda, en medio de aquella orgía católico-capitalista, me esperaría el tan bien conocido espectro del racionamiento cubano. Estaba allí, parado junto al cartel que decía “ Sólo dos baguettes por persona”, o sentado en la tarima vacía, donde no quedaba ni una triste naranja. O en la voz amable y cansada de la empleada que me dijo, “Se acabaron, señor, lo siento...” Porque en Navidad sucede lo impensable: las cosas, efectivamente, pueden acabarse. Sólo por unas horas, es cierto, pero se acaban.

Los mexicanos son buenos para el tequila, y para la buena comida. Y para conquistar a las mujeres. Saben de eso, del efecto devastador de mariachis, serenatas, regalos, flores y amabilidad absoluta. Uno aprende cosas con los mexicanos. Pero, sobre todo, son buenos para el melodrama; son matadores que van directo al punto blando.

Y eso es lo que me esperaba a la salida de la tienda: los niños de hospicio, de todas las edades, vestidos en ropas baratas y opacas, organizados en el coro más triste del mundo, cantando villancicos, por supuesto. Y uno de ellos, de cuatro o cinco años de edad, con un gorro de lana demasiado grande, y que me mostró un caldero donde debía yo depositar algo de dinero, pero resulta que entonces uno quiere dejar allí todo lo que tiene, el dinero, y lo que compró, y salir corriendo y esconderse a llorar en otro lugar donde no tenga que ver las sonrisas navideñas de niños abandonados. Pinches mexicanos.

Después de algo así, los del Ejército de Salvación que tañen campanitas a la salida de los supermercados aquí en EEUU parecen cheerleaders.

Y ayer, en la cola para pagar mi compra, la señora que me precedía me regaló un pie de manzana, "Pero...”, intenté decir que, muchas gracias, pero... “Tómelo, señor, están al dos por uno, y a mí con uno me es más que suficiente...”, me dijo. “Pero...”, intenté de nuevo, pero... “Mire, tómelo, ¡y Feliz Navidad!”, remató sonriente, y ya no pude decirle que a mi no me gusta el pie de manzana.

Así es la Navidad. Saca a flote, aunque sea sólo por unos días, lo mejor de la gente. Breve época de amabilidad, generosidad y solidaridad humana. Y recogimiento, intimidad familiar, amor y paz.

Pero, como toda mi generación, yo llegué tarde a la Navidad.

Y aparte de la monserga de armar el arbolito, y el montón de dinero invertido en regalos que quién sabe si gusten o no, la Navidad es para mí una extraña nostalgia por algo que nunca he sabido que es.

Muy a tono entonces con lo relativo de la duración de estas festividades, ya les voy deseando feliz Navidad a todos los que por aquí pasen. Y que les sea leve.

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