La democracia, ese lujo griego,
ha propiciado el surgimiento y
perdurabilidad de las sociedades más pujantes y exitosas del
planeta. Bajo su cobijo florecieron la tecnología moderna,
la ciencia, los más impresionantes inventos y descubrimientos; la
esperanza de vida de los humanos se duplicó, las libertades
proliferaron, leemos menos, comemos más e Internet
nos esclavizó.
La democracia, esa dama juguetona de
ojos vendados, también ha engendrado
otros asuntos, menos elegantes:
nacionalsocialismo, chavismo, orteguismo, tiranuelos,
sátrapas, dictadores, abortos de toda laya. Porque
la democracia, tantas veces sobrestimada, es solo un vehículo.
Vehículo
imprescindible, impredecible, que nos acaba
de regalar, además, a Donald Trump.
Todo lo que necesitó
Trump para ser electo fue un ejército de “bernibros” renegados
que se negó a votar por su rival, Hillary Clinton, y otro, mucho más
numeroso e importante, la clase media trabajadora, blanca,
mayormente rural, que salió
el martes en masa a elegir al Presidente que les
había estado prometiendo otro país,
donde ya no van a vivir tan asustados, tan
acosados por recien llegados; un país protegido por muros y
nacionalismo a ultranza; uno que, les dijo, va a ser “grande otra
vez”.
“Make America great
again”, les dijo, y la América blanca, la profunda, la del maíz,
la papa, Mac-and-cheesse y
pastel de manzana, salió a rescatar a ese
hombre que los convenció de que la America beige es una abominación;
que les prometió que él, el Presidente Donald
Trump, les va a construir una cerca para
proteger sus jardines y su barbecue.
Y les gustó lo que
escucharon.
***
El día después de las
elecciones mis colegas, todos republicanos, de suburbio, de medianas
calificaciones y aun más mediano dicernimiento, se alegraban de que,
por fin, van a meter en cintura a ese problema migratorio, causa de
todos los males, ese que, a decir del flamante presidente, ha minado
la grandeza del país.
“No es tu caso”, me dijo
presuroso uno de ellos, en tonillo conciliatorio, “Ustedes (los
cubanos) llegan aquí por vias legales...”
Sin ánimo de antagonismo le
expliqué brevemente que no es así.
Que también cruzamos fronteras
y e intentamos entrar a los Estados Unidos de manera ilegal. Que solo
la política de confrontación entre Cuba y Estados Unidos, y su
consecuencia, la admisión casi incondicional como refugiados, y la
Ley de Ajuste Cubano, nos convierte en inmigrantes “legales”.
Que es un proceso que no
discrimina; que hay entre los cubanos inmigrados, le comenté, gente
valiosa, pero que también hay mucha morralla. Que, esencialmente, no
somos en nada diferentes del resto de los emigrantes.
Y que, además, por razones
totalmente ajenas al discurso trumpista, por motivos estrictamente
relacionados al diferendo Cuba-Estados Unidos, una parte de los
cubanos vota por los republicanos. (¡Bien por ellos!, dijo una
muchacha)
Seguidamente comenté que Trump
hereda dos o tres guerras, la Rusia de Putin, el terrorismo Islámico,
una China cada vez más poderosa. Que ni una sola vez había
mencionado el ahora presidente un plan, una idea, de cómo llevar a
los Estados Unidos a ser, en política exterior y a nivel mundial,
“great again”.
Y que, en mi opinión, es un
inepto.
Me observaron unos instantes,
indiferentes, como si les hablara de alguna oscura teoría, compleja y
árida, y la conversación derivó hacia otros tópicos.
***
La
carrera presidencial de este año de gracia 2016 no fue
sobre cómo abordar y resolver problemas tanto internos como
externos: terminó siendo un asunto de odios, razas, étnias,
sinrazones y el chovinismo más elemental.
Consecuentemente,
los que eligieron al presidente, esperan el
cumplimiento de las más frecuentes letanías electoreras que
fueron dictadas en los infinitos mitines políticos una y otra vez, y
donde tres de los cinco puntos
fundamentales de la promesa trumpista tienen que ver con una
postura fundamentalmente nacionalista:
- El muro entre México y
Estados Unidos.
- La prohibición de
inmigración musulmana.
- La revisión a fondo
del Tratado de Libre Comercio de Norteamerica y del Acuerdo
Transpacífico de Cooperación Económica.
Los otros dos,
enjuiciamiento y cárcel para Hillary Clinton y el desmontaje del
Obamacare, tampoco se relacionan con el ideario republicano, sino con
una doctrina de confrontación,
“anti-demócrata or burst”.
No hay mucho más de lo que
haya hablado Trump, mucho menos de cómo va gobernar el país, o
mantenerlo en el papel de preponderancia internacional que necesita.
No en balde Vladimir Putin se ha mostrado tan regocijado por el
resultado electoral.
¿Pueden
entonces más de 59 millones de personas estar
equivocadas?
Sí. Ya ha
sucedido antes.
El catolicismo
medieval y su Inquisición, la Revolución de Octubre, el Tercer
Reich, el maoismo y su Revolución Cultural, George
W. Bush, el Islam radical: siempre hubo,
hay, y habrá, millones
de personas listas para equivocarse en nombre de las ideas que, en su
momento, les parecen las correctas. O que les
hacen creer que lo son.
El vehículo para
instaurarse en un error histórico pueden
ser la violencia y las revoluciones; en otras ocasiones, la
democracia. Porque la democracia, sépase, es
tan deseable como falible, como todo lo humano.
El resultado de todo ello
es que Donald Trump, electo por el sistema
del que dijo hace apenas unos días que estaba amañado, es el
nuestro y agrio presidente.
Inquietante
como es en su ineptitud, pero,
si le va bien, nos va bien, y por ello le deseo mucho éxito.
Vamos, no es cuestión de pasarse los
siguientes cuatro -¿ocho?- años, muy al
estilo de los anti-Obamistas furibundos,
culpando a Trump por la
economía, el clima y la eyaculación
precoz, sino deseando que todo salga bien.
Que salga bien, entonces,
es todo lo que queremos.
Pero, si así no fuera,
tampoco hay que desesperar; en el peor de los casos sería
solo “The Trumvolution”: ocho largas temporadas de un
vergonzoso reality show.