jueves, 7 de abril de 2016

Bajo la almohada

Ibamos los tres: mi hijo, mi esposa y yo.

Calle abajo. Calle inclinada, cubierta de guijarros perfectamente redondos, pulidos, en lugar de pavimento. Mi hijo jugaba, saltando de una piedra a otra, “Cuidado...”, le dije, o pensé, “Que te vas a caer”

Un bus, de esos turísticos, dos entradas-salidas inmensas, sin puertas, ventanales panorámicos, se detuvo y mi esposa y yo nos subimos. Al cabo se mueve muy despacio, el bus; desde acá lo vemos, al niño, fácil de identificar con su suéter rojo.

Pero el bus ya no es. Ahora es una guagua. Atestada de gente, claustrofóbica. Se mueve demasiado rápido, monstruo urbano, “¿Lo ves, lo ves?”, pero ya no veo a mi hijo, que quedó atrás, quién sabe dónde porque no conozco bien este lugar, ni esta ciudad, que parece La Habana, pero que puede ser el DF, u otros lugares horribles donde nunca he estado.

Se mueve a una velocidad de espanto la guagua; deja atrás paradas repletas de gente que regresa a su casa -está anocheciendo-, no se detiene en ninguna, coño, avanza desbocada por dos, diez minutos, tú sigue, le pido a mi esposa, porque tenemos que llegar a alguna parte y alguien tiene que hacer acto de presencia, que yo regreso por el niño, alcanzo a decirle antes de bajar de la guagua que por fin se detuvo, y echarme a correr, con desesperante lentitud, cuesta arriba, tanta gente, por Dios, oscuro, que no le pase nada a mi hijo, por favor, que me pase a mí, que me muera, ¡ahí está!, algo rojo, un niño, pero no es él, se me acaba el tiempo, corro, lloro, pero no se me ocurre gritar.

Y lo peor: ya no hay piedras ni chinas pelonas en la calle; ahora está asfaltada, y yo sé que eso no es buena señal...

Me despierto. Taquicardia, 1:40 de la mañana. Jueves.

Cinco horas más de sueño. O pesadilla, que uno nunca sabe lo que acecha bajo la almohada.

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