El día 15 de junio del 2015, día en que tuve la entrevista para obtener la ciudadanía estadounidense, hube de manejar un par de horas.
Llovía esa mañana; lluvia intensa, tráfico lento. En el camino de regreso a la casa, después de la entrevista, relajado, contento, como corresponde a una ocasión tan significativa, me acordaba de esto y aquello. En algún momento, entre pausa y avance por la autopista repleta de autos, marchando lentos, torpes, me dije, filosofando en baja, “Como una cabrona marcha, esto de la vida…”. Cuando llegué a casa ese día, comencé entonces a escribir algo que he llamado “La marcha”.
Y como toda marcha que se respete, tiene tramos. No sé cuántos más escriba. Ni siquiera sé si escriba alguno más: depende de cómo esté el nivel de la vagancia y la disponibilidad de tiempo. Pero, por el momento, aquí dejo el Tramo Cero…
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La marcha
“Marchando, vamos hacia un ideal…”
Himno del 26 de Julio
Tramo cero
Las cosas no tenían sentido.
Alrededor, eran cinturas, cintos, bolsillos. Arriba, un trozo de cielo azul gris, un sol intruso, demasiado sol, que parecía estar en todos lados. Debajo, asfalto; ardiente, blando, pegajoso, moteado de colillas, sucio. El resto eran los olores -uno solo en realidad, como supe tiempo después-; olores que no entendía: rancios, fermentados, recalentados por la caminata, pastosos, asfixiantes, aderezados por el mediodía. Me llevaría tiempo descifrarlos, cuando aprendiera a enlazar olores imágenes ideas: café-mañana, chocolate-papá, ajo-mamá, agua de colonia-barbero, cebolla-sudor, agua de mar-bollo húmedo. Pero eso sería después, mucho después de la marcha.
Ahora era mediodía. Ahora solo era marchar. Caminar. Personas acaloradas, transpirando, estirando los cuellos, mirando ansiosas por encima de las cabezas de los demás, avizorando nada; avanzar, avanzar, eso era todo, porque nada más pasa en una marcha política que no sea avanzar, gritar y apestar; “¡Nixon no tiene madre porque lo parió una mona!”, marcaban la conga con palmadas en claves 2-3 los de mejor oído; los peores, en 3-2; los demás, avanzaban.
Olor a quemado, también; incineraban una bandera americana; desgarraban la bandera, antes de quemarla; decapitaban una efigie caricaturizada de Richard Nixon: una descomunal nariz roja, un diminuto cuerpo simiesco, el pelo engominado, bien peinado estaba Nixon hasta en el dibujo; un círculo se improvisaba en la turba, caen al piso los jirones de tela, los trozos de cartón -¡qué buenos están para dibujar!, ¿dónde se podrá conseguir ese cartón?-; los pisoteaban, los pisoteaba, yo, mis hermanas, que reían de algo, sin soltarme de la mano, mano sudada, cálida, pastosa, como el bolloque aún no conocía, respirando el hedor que adornaba mi mediodía habanero de caminata grito histeria sin que yo supiera por qué, qué pasa, por qué esa mujer gritaba, posesa,
¡son unos singaos!, ¡ahhh!, ¡Nixon, singao, el coñotumadre, maricoooón!, dos hombres la sostienen arrastran se la llevaron a un costado, el cabello en desorden los ojos desorbitados la blusa desabotonada sostén blanco el lomo reluciente de las tetas desbordadas, la sientan en el contén de la acera, la observan, lascivos, la abanican,
le va dar una cosa, la gente se mira, de pasada, con aire de
no si yo te digo a ti, combatividad, entrega, Revolución,
casi se quema la compañera, ¿viste eso?, aplastando los trozos de tela y pancarta, el fuego subiéndole por las pantorrillas,
frenética, tú, aire gris de humo blanquecino, entretejido en la luz blancamarilla del sol habanero,
¡singaos, singaos!, vocifera otra vez, los brazos alzados los sobacos embarrados de una pasta blanca desodorante inerme ante el embate de la canícula y el amasijo de los cuerpos sudados, mujer danzando un ritual de revolucionario arrebato,
esa mujer está loca, susurra alguien; ¿Quién es Nixon?,
El presidente americano, Alex, la multitud avanza a pasito de lo parió una mona, ¡viva!, ¡muera!, ya no se miran entre sí las personas; insensatas, se empinan siguen tratando de ver algo, ¿qué miran, qué hay?, no sé; le dan agua a beber a la mujer, ¿de dónde salió el agua?, ¡quiero agua!,
tienes que esperar llegar a la casa, ¿cuándo?,
después que hable Fidel, ¿Cuándo va a hablar Fidel?,
en un rato, ya,´tate quieto, mediodía, quema, apesta, suda, vámonos ya, nada tiene sentido; sólo hay vientres, nalgas, calle sucia, cielo feo, trozos informes a medio calcinar; humo grisblanco, poco aire, todos sudan, peste espesa. Fidel, habla ya, que me quiero ir a mi casa.
Nada tenía sentido.
…………..
Pero no pudiera decir que las cosas para mí comenzaron allí.
¿El recuerdo más remoto? Quizás el de un televisor, en blanco y negro, búlgaro, de marca Cristal.
Se lo ganó mi padre, cortando caña y siendo un tipo callado que no se metía en problemas. Es más: ni siquiera recuerdo cuando no hubo televisor en mi casa. Tal vez porque televisor para mí siempre fue el sonido que entraba por la ventana de la sala, que se abría justo frente a otra ventana, hermanas promiscuas, que se intercambiaban la privacidad de dos familias; de allá al lado, de casa del vecino, llegaban las voces enlatadas de locutores actores: en algún momento llegué a pensar que los programas de televisión comenzaban a diferentes horas en cada casa, ¡qué maravilla!, ver mis muñequitos dos veces, aquí, y en casa del vecino después, o viceversa,
no seas comemierda, no es así, me respondieron al descuido cuando pregunté curioso, y a otra cosa, que estamos apurados.
Las ventanas eran un televisor; dejaban pasar risas, gritos airados de discusiones, la voz metálica y disonante de un hijo que era medio sordo; los estertores de su hermano epiléptico, a duras penas resistiendo el asedio de los ataques: un berrido ominoso que me quitaba el apetito, mis manos apretadas sobre los oídos para no escuchar, el estrépito de las sillas apartadas con premura para asistir al enfermo, colocarle un trozo de madera entre los dientes, que no se mordiera la lengua,
no toques ese palo, que es para los ataques de Tony; Tony me sonríe, extiende el brazo esquelético, de un blanco malsano, cubierto de vellos muy largos, muy negros,
Alex, ¿cómo te va en la escuela?, apenas articula, pero sonríe; yo me atiborro de boniatillo, miro el televisor de los vecinos, aparato presidente desde su rincón de la sala, justo enfrente de la poltrona donde el muchacho epiléptico se consume en la furia de su mal;
¡Qué niño tan alegre era!, Mamá se enjuaga una lágrima. Bien, Tony, bien, respondo con la boca llena. Apenas puede sostener la cabeza, pero asiente, sonríe.
Sin embargo, yo no me acuerdo del televisor del vecino, no puedo decir nada de su marca de su aspecto; sólo recuerdo el nuestro, mi enclenque televisor búlgaro, que se estremecía si se le rozaba,
no toques el televisor, que se va a caer, coño, equilibrista tembloroso venido de Europa del Este -casi Asia-; mole balcánica vibrando sobre cuatro patas frágiles, delgadas, cónicas; el televisor era otra ventana, barnizada, socialista, proletaria, ganada con el sudor y la mansedumbre del viejo, que por entonces era un joven; joven que trajo truculentas historias de Quiebra Hacha -además del bono que le permitiría comprar el televisor Marca Cristal reservado para los vanguardias en el corte de caña- y una barba enorme, tupida, negrísima, y un sombrero de yarey, descomunal también; parecía un rebelde, con tanta barba y gallardía; iba -regresaba- orgulloso mi padre luciendo su bono para el televisor, vistiendo un pulóver de color naranja que proclamaba en letras negras su pertenencia a la brigada “Jesús Suárez Gayol”; yo no sabía -no sé- quien fue Jesús Suárez Gayol, pero sí sabía que ese hombre muerto era el medio para que mi viejo, la piel enferma por picadas de mosquitos y jejenes
-había tantos mosquitos que mataron a un caballo; los relinchos esa noche fueron un horror- pudiera adquirir esa pantalla-ventana oscura, maravilla CAME, que se asomaba al mundo fantástico gris blanco negro del Capitán Tormenta, donde no había berridos de epiléptico.
En los tiempos de la Revolución uno no iba a cortar caña de azúcar por necesidad, como quizás lo hiciera algún antepasado jornalero; vamos, ese campesino iba al corte en son de supervivencia: llega, corta, cobra y a casa, descojonado, deshidratado, apestoso a campo abierto y monte y, al día siguiente, lo mismo. Pero no era así en esta época; esta era la nueva Era, nueva a trompicones;
triunfante, aleccionaban; construyendo el futuro,
luminoso, decían,
de gloria, insistían;
pertenece por entero al Socialismo, coreábamos; era la Era dorada -de calamina, sería más apropiado, pues el oro es un rezago pequeñoburgués- en la que los obreros de la Revolución apagaban maquinarias, abandonaban las fábricas, dejaban de producir, y se agrupaban en brigadas que llevaban el nombre de un héroe desconocido -había muchos héroes disponibles, héroes por decreto, convenientemente muertos; larga lista de nombres donde echar mano y denominar calles, plazas, Comités de Defensa de la Revolución, escuelas, policlínicos y brigadas de corte de caña-. Fue la Era del rebautizo del país, Era de la bonanza de héroes con bigotito a lo Jorge Negrete y gruesos espejuelos de pasta: la Era cuyo logro más memorable fue la creación de los Van Van.
Se iba entonces la masa acarreada a vivir unos meses en campamentos de miseria, sin luz eléctrica ni agua corriente, en medio de la nada, a tumbar cañaverales en nombre de la Revolución local, continental, mundial,
mira, las manos hechas mierda, desfiguradas con llagas abiertas cerradas vueltas a abrir selladas por el mango áspero de la mocha,
mira, el país paralizado, convulsionando al ritmo del delirio fideliano, cacique tropical de la islita y sus náufragos,
mira,
¡el coñotumadre, maricoooón, singao, singao, Nixon es un singao!, adelante cubanos, que es tiempo de cortar caña, azúcar para crecer, toneladas y más toneladas de azúcar para endulzarle el té a alguien en Europa del Este;
mira, la economía socialista disfuncional, en su apogeo; la “Jesús Suarez Gayol”, brigada millonaria, cortaron un millón de arrobas de caña, decían, ¿cuánto es una arroba de caña?,
no sé mijo, pero un millón de cualquier cosa es mucho, nada es más importante que cortar caña, lo dijo Fidel, que lo sabe todo.
Entonces, Papá, ¡qué televisor más lindo, Papá!, mira a Pinelli, como bailotea en la Ciudad Deportiva, calmando al público enardecido, lo abuchean, porque no gustó la Estrella del Carnaval que eligieron este año, ¡qué mujeres más lindas!, peinados atroces, vestidos cortos, ciñendo el borde de muslos poderosos, apenas resistiendo la rotundez de las nalgas, ¿qué pasó, por qué gritan?,
nada, que yo no sé porque sacaron como Reina a esa gorda, con esa carona, Pinelli parece un títere con ese bailoteo, se ve mejor en San Nicolás del Peladero, ¿o tendrían peste a bollo la Reina Gorda y sus Estrellas del carnaval habanero?
El televisor.
Una figura de cerámica encima, un gato hiperrealista -¿o era un florero, erizado de flores plásticas?-; un trapo cubre el aparato, televisor orisha búlgaro, la luz le hace daño a la pantalla, bulto informe, premio en especie a cambio de unos meses de la vida de mi padre, que ya había regresado a la fábrica, barba y sombrero desechados, manos desechas, obrero ex-machetero orgulloso propietario de un aparato ultramoderno,
el primero que vi, en el liceo de mi pueblo, era una caja con una pantalla redonda, verde; mi hermano decía que eso no era verdad, que esa gente estaba ahí, dentro de la caja, de alguna manera, que él no sabía, pero que así era, el pobre, no le daba para más, se tocaba la sien mi padre con el dedo grueso de obrero-; machetero ex-obrero, admirando el blancogris del televisor Cristal; lo había ubicado frente a la mesa, en la sala comedor, habitación que era cúbica y no un paralelepípedo -pero eso lo supe después, mucho después de saber por qué sentía ese cosquilleo en las ingles cuando les miraba el culo a las Estrellas y sus Luceros-; habitación de puntal alto alivio contra el calor brutal a falta de la misericordia del aire acondicionado, televisor en posición estratégica para ver las Aventuras el noticiero el parte del tiempo mientras se cenaba arroz frijoles viandas ensalada carne escasa sentados a la mesa; mesa para escoger arroz desayunar almorzar comer jugar parchís con mis amigos, y Esperanza, precoz, procaz, bajo la mesa, zafando botones, bajando zippers, mamando pingas, Tony aúlla tras la ventana, no lo escucho, nadie lo escucha; cuatro niños azorados sin atinar a lanzar los dados, solo esperando a que Esperanza, ficha fundamental, avanzara al siguiente jugador, en el sentido de las manecillas del reloj, avanza, dale, Esperanza, de casilla en casilla, diez segundos de boca ansiosa abrasadora lengua inquieta, la angustia de la espera de la siguiente ronda, la maldición socialista de las colas y los turnos; Esperanza, en el oscuro recodo de la escalera de casa de los gallegos, tetas duras como pelotas de goma, aliento de dientes cariados, dedos delgados que desabotonaban, nerviosos,
tócame aquí, falda enrollada en la cintura, blúmer desgastado amarillento a medio muslo, miasma que nos envuelve mientras le muerdo los pezones: es el olor de la multitud, rancia, fermentada, desaseada, recalentada por la caminata, aderezada por el mediodía; pastoso, húmedo, asfixiante.
Las cosas, dada la ocasión, de repente toman sentido: he llegado a creer entonces que los recuerdos remotos, los que valieron la pena, deben haber comenzado ese día, en el rellano de unas escaleras, probablemente un verano; un día cualquiera, día sin nombre, en que al fin comprendí que las marchas, esencialmente, hieden a bollo sucio.
Alec Heny ©