Hacía tiempo que no pensaba en las posadas, y no precisamente en las de aquel cuento donde en una asesinaban al viajero, en la otra cocinaban una esquisita sopa de cadáver y en la tercera tallaban sus huesos en caprichosas figuras.
Leyendo ese cuento fue la primera vez que leí la palabra posada, en su estricto sentido de lugar para hospedarse y alojarse, diferente a la connotación que en Cuba tiene la palabra. En Cuba posada es sinónimo de sexo, aun lo és. Sexo sin opciones, sexo desesperado.Y es que no había un lugar más desesperado que una posada.
Quizás lo primero que alguien recuerde de una posada sea el hedor característico de aquellos cuartuchos, hedor que se fabricaba al mezclar humedad, sudor, humo de cigarrillos, cucarachas, semen y baños desaseados: el olor de las posadas. El escenario era siempre muy parecido: paredes despintadas, manchadas, cubiertas de inscripciones al estilo de “Aqui estuvo el Chichi” o “Te amo, fulana”, los colchones desvencijados, las sábanas percudidas, las ventanas tapiadas, alumbrado todo por un triste foco amarillo y con un baño que, en el mejor de los casos, tendría un hilillo de agua corriente y un pedazo de toalla, áspera esta como una lija, endurecida por el detergente industrial y los malos enjuagues. El piso siempre estaba astroso, cuando no asqueroso, pero allí había una cama, La Cama, por Dios, una cama al fin, después de horas de espera, el premio final de una noche que ya casi se acababa, una cama para el goze, para sudar y revolcarse, eso sí, con cuidado de no arrollar la sábana para no terminar yaciendo sobre un colchón de pesadillas, cubierto de manchas y húmedo de sudores ajenos. Y después, en el breve respiro, escuchar los quejidos y gritos que venían de otros cuartos y, a veces, las maldiciones e insultos mezclados con el rudio de la huída de los recabuchadores.
Las Casitas de Ayestarán (mi primera vez), Cerro y Boyeros, las de Vento, donde unos patanes que pasaron en un tren nos gritaron tantos insultos que casi malogran la ocasión; la Monumental, reservada para quien tuviera auto, 11 y 24, 2 y 31, otra particularmente infame y cuyo nombre no recuerdo, cerca del Coney Island, donde tuve mi peor desempeño. Todas igual de inhóspitas y codiciadas, el ultimo refugio de la noche del sábado.
Después se fueron acabando y la gente se fue a los matorrales, a los portales oscuros, a los zaguanes, a donde la urgencia y la bicicleta los llevara. Cierta vez, no sé ni cómo y ni siquiera recuerdo el lugar, llegué a una azotea oscura, llena de escombros y alambres y allí, parados entre dos inmensos tanques de agua, nos desfogamos con tanto ímpetu que me quedé trabado entre los dos tanques y costó buen rato y esfuerzo salir de allí.
Después, a veces, la casa de un amigo o de un amigo de ella, o un cuarto en casa de unos desconocidos, por 3 ó 5 dólares, reservación previa, por favor. Y después me fuí.
Años después he pasado frente a las Casitas o Vento o por Cerro y Boyeros y veo que las posadas son de nuevo lo que, según la Real Academia Española, siempre debieron ser, lugares para alojarse. Allí viven familias que habrán pasado horrores para deshacerse de la pátina de mugre de años de amores urgentes. Habrán raspado paredes, fregado mil veces los pisos, colocado flores en las ventanas y purificado los baños en inumerables enjuagues de desinfectantes y detergentes.
Pero nada podrá exorcizar los espíritus de los amantes desesperados, la lujuria que impregna el lugar: tanto sexo deja huella y quizás los nuevos inquilinos se asombran de sus pasiones reencontradas, de la extraña sensación de amor furtivo que los acompaña en su cama y a lo mejor, en las mejores noches, los despierte el dulce quejido de una mujer que se arquea y se deshace en balbuceos que sólo su amante comprende.
Nada, que unas amigas mencionaron el tema y recordé alguna que otra cosa.