miércoles, 25 de junio de 2014

Serrat en las alturas

Mi primer recuerdo, si bien borroso, de Joan Manuel Serrat, es una imágen en la pantalla del televisor búlgaro que presidía la sala de mi casa, desde la altura de sus enclenques patas, televisor en blanco y negro, y quizás de ahí, entre otras, lo borroso.

En ese mi recuerdo está Serrat, delgado, con melena, camisa clara ajustada, pantalones campanas, y zapatos con plataforma, presentándose en un lugar del Parque Lenin que nunca conocí y que tengo entendido que era un escenario que podía ascender o descender, e inclusive sumergirse en el agua.

Es un recuerdo raro, pues no sé si lo del escenario es cierto, o si es solamente otro recuerdo de algo diferente, o una fantasía tecnológica que se entromete maliciosamente en la realidad antediluviana de la isleta.

Pero lo cierto es que Serrat cantaba con voz temblorosa, y mi madre volaba alto, entonando desentonada a Miguel Hernández. Eran los principios de los 70, muy probablemente.

Creo que poner el dedo sobre una canción de Serrat y decir, “Esta es la mejor”, simplemente no es posible.

Quien no se ha estremecido de Algecíras a Estambul, echando al mar su barca en un levante de un otoño imposible, soñando con un terrible pueblo blanco, o con la mujer que uno quiere, jugando con los locos bajitos, o añorando una noche de San Juan, mientras hace camino al andar, pues todavía le queda para escoger entre toda esa maravilla de música y poesía de los discos de finales de los 60 y principios de los 70.

Serrat es una época, de la que afortunadamente soy parte.

Mi último recuerdo donde coinciden Serrat y Cuba, es sobre mi vecino, hijo de gallegos. En el patio de su casa, hurgando en sus propias memorias, tarareando el “Carrousel del Furo”, y llorando por cosas de las que nunca supe.


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