Cien años después de la estampida de
irlandeses, italianos y judíos que casi desbordara el
melting pot americano, dándole el punto definitivo de sabor y
textura a esos Estados Unidos que entraban al siglo XX a paso de
ogro, los descendientes de aquellos rendidos, de aquellos pobres, de
aquellas hacinadas y anhelantes multitudes de labriegos desclasados,
ahora, un siglo después, ya no quieren más
inmigrantes.
No es que haya menguado el espacio, ni
que las oportunidades se hayan agotado. Es el país, que ya no es el
mismo que aquel donde comenzara a fabricarse este tiempo nuestro,
tan diferentes, tiempo y país. Pero sobre todo
son otras las multitudes, las que han
estado llegando a costas, fronteras y aeropuertos en los últimos
cuarenta años, a colarse en el caldero en el
que se coció la nación americana, caldero que
ahora ahora reposa, inútil, sobre un fogón apagado.
Y son, además, los Estados
Unidos de Trump.
El candidato presidencial
Trump, que escuchó a sus asesores.
Escuchando y aplicando lo
aprendido se convirtió Trump en la antítesis del agotado discurso
de los demócratas; aceptó ser el vocero de la línea dura de los
republicanos, eco de absurdos, los inmigrantes nos quitan los
trabajos, dijo, porque eso querían, quieren, escuchar los
inmigrantes blancos de tercera o cuarta generación y origen europeo,
preferiblemente norte-europeo, como si recoger tomates, limpiar
oficinas, sudar en las cocinas de los restaurantes o podar arbustos y
cortar yerba fueran los trabajos que van a sacar de las oficinas de
la ayuda social a esos blancos, proletarios y desempleados, para
colocarlos en la clase prometida, la clase media mullida y de color
pastel.
Trump presidente quiere
entonces no solo eliminar la inmigración ilegal sino
reducir, rediseñar, la legal. Que se base en méritos, dice,
reality show "A ver quién entra";
una asamblea de méritos y deméritos donde el
televisor, el apartamento de la micro, la visa, se la gana no el que
la necesita, sino el que logra vencer más obstaculos.
Así, no más arribazón
de rendidos, de pobres, de hacinadas y anhelantes multitudes. Ese
es el plan; borren la inscripción,
desmonten la Estatua de la Libertad y dejen
en su lugar un letrero de gris neón: Ergo, America
is great again, motherfuckers.
Y su 35% de incondicionales
aulla.
En realidad, el
asunto tiene nombre y apellidos. De alguna
manera se reduce a los inmigrantes de origen hispano. De
las minorías, los negros nunca han sido considerados minoría
inmigrante, y algunos ni siquiera consideran a
los asiáticos minoría -las minorías, por
antonomasia, no son exitosas. Vamos, nadie coloca a los asiáticos en
la misma oración junto a mexicanos o cubanos.
Ni siquiera en el mismo párrafo. Ni siquiera en el mismo texto.
Y entonces, para poner
los asuntos al día, anuncia el presidente la Reforming
American Immigration for a Strong Economy (RAISE) Act.
La legislación eliminaría las
prioridades inmigratorias que, para que puedan obtener visa y
residencia en los Estados Unidos, se le brindan actualmente a
familiares e hijos adultos de ciudadanos estadounidenses. Limitaría
además el número de refugiados aceptados a 50,000 por año, la
mitad de los que contemplaba la administración de Obama para el
2017.
Como novedad, los beneficiados
deben además hablar inglés, tener alguna educación académica, y
habilidades que le permitan integrarse activamente a la economía del
país.
Es decir, deben ser inmigrantes
que vendrán a quitarle los empleos, ya no en teoría, ya no a la
América obrera, sino, con toda probabilidad y certeza, a la clase
media calificada. Pero en esta, se sabe, no están los votantes por
Trump.
Sin embargo, si bien la idea
carece de efectividad a la hora de proteger el trabajo de los
americanos -otra falacia trumpera a medio cocer-, y a pesar de los
matices ahora elitistas, siempre xenófobos y para colmo crueles
-invito al más rancio de los trumperos a renunciar a la idea de
vivir con sus hijos, padres o hermanos, que ya no obtendrán
residencia en los Estados Unidos porque no hablan inglés, ni tienen
las calificaciones necesarias. Invito, incluso, a los trumperos
cubanos, tan entusiastas ellos, a que cooperen con el making off
America great again renunciando a vivir con su familia descalificada
y monolingüe- sin embargo, decía, la idea no carece -y allá vamos
con el término- de mérito.
¿Quién no quisiera los
mejores inmigrantes, esos que traen nuevas y mejores ideas, que no
vienen a vivir de la beneficiencia, que en lugar de enquistarse en
guetos y ciudadelas se integran a su entorno, mejorándolo, y que
aprenden el idioma, y que asumen, junto con los derechos y
beneficios, los deberes de ciudadanos de su nuevo país?
Quizás el RAISE de Trump deba
establecer mecanismos legales que obliguen, so pena de enjuiciamiento
por perjurio y estafa, a los ciudadanos que traen a sus familiares, a
hacerse responsables de estos financieramente y socialmente, y no que
los dejen convertirse en una carga económica para el país, a veces
de por vida.
Mecanismos que condicionen
también la adquisición de los derechos que otorga la residencia a
la presentación a un exámen de inglés que demuestre al menos
comprensión y comunicación básicas, claro, solo después de haber
permanecido un tiempo razonable en el país que le haya permitido
aprender la lengua.
Esa es una idea que mantendría
lo humanitario de la reunificación familiar, a la vez que
garantizaría lo más justo para el estado y los contribuyentes. Si
esos requerimientos fallan, entonces Usted no puede asumir a sus
familiares, ni sus familiares pueden asumir su nuevo país.
¿Difícil? Por supuesto.
¿Mejor que la idea cruda del RAISE? Piensen en ello.
Y, como si fuera poco, quizás
eso nos permita estar en el mismo texto, el mismo párrafo, la misma
oración donde se escriban los nombres de las minorías exitosas,
esas que son parte importante de una nación.