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Banco de los Colonos, tomado de Postal de Cuba.com |
Mi primer recuerdo de un banco es el Banco de los Colonos, un edificio de apartamentos situado en la esquina de Lacret y Juan Delgado, en mi amado Santos Suarez, y que era el más socorrido punto de referencia. “Yo vivo a tres cuadras del Banco de los Colonos...”, y ya estaba todo dicho. Y en la planta baja del edificio estaba pues el banco que le daba nombre. Hasta una cuenta tuve allí alguna vez, abierta por mis padres y que, para mi mal, nunca pasó de exigua. Pero tengo un par de recuerdos gratos relacionados a ese edificio.
El primero tiene que ver con mis retozos en las barandas metálicas y las breves escalinatas del edificio, cada vez que iba con mis padres al cine Los Angeles, contiguo al banco. El segundo tiene que ver con José Manuel, vecino y venerable señor que trabajó hasta su retiro en el banco, y que estaba fascinado con mi afición por la lectura. Lo recuerdo muy alto, de pelo canoso y abundante, de ojos claros, con esa pinta celta que trajeron gallegos y asturianos, quizás pareciendo tan alto porque su esposa, Servanda, dulce señora, era apenas más alta que yo por esa época. El señor siempre me observaba divertido mientras que yo le recitaba una lista de libros que quería leer y no conseguía en ninguna parte. Y al final, mientra asentía suavemente, invariablemente me decía: “Hijo, es más fácil encontrarse 20 pesos tirados en la calle que uno de los libros que quieres...”. Y así fue que no me consiguió ninguno pero siempre le agradecí la intención.
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La idea acerca de la usura y la mezquindad de los bancos llegó poco a poco. Quizas el primer indicio lo encontré en “Ivanhoe”, en el judío Isaac, padre de la bella Rebeca, y que era descrito con lujo de detalles como un prestamista rico y mezquino. Pero mi encuentro con la realidad bancaria contemporánea llegaría mucho después.
Fue en México donde me asombré de ver cuán activa y cotidiana era la participación de los bancos en el día a día de los ciudadanos, participación que no existía en Cuba. Desde el depósito del salario, tarjetas de crédito, préstamos, pagos de servicios, en fin, los bancos. Sin embargo, en mis primeros tiempos, no les presté mucha atención hasta que un día, mientras intentaba reservar por teléfono una habitación de hotel en Cancún, no pude hacerlo porque no tenía tarjeta de crédito. Al final una ex-amiga me prestó su tarjeta y logré reservar, pero la lección había sido escuchada así que acto seguido me di a la tarea de obtener una tarjeta de crédito. Pero no era cuestión de soplar y hacer botellas, como rápidamente comprendí.
Me negaron la tarjeta de crédito en todos los bancos. Llevaba por ese entonces poco más de un año viviendo en México y mi historial crediticio era obviamente nulo, lo cual me colocó en medio del extraño dilema de “no te doy tarjeta porque no tienes crédito y no tienes crédito porque no tienes tarjeta”. Coño. Pero los bancos siempre tienen una solución cuando se trata de esquilmar hasta al más menesteroso de los humanos y esa la tenía BBVA . Mediante el depósito de unos 5000 pesos mexicanos me extendieron una tarjeta de crédito por el mismo valor, asi que me convertí en un ciudadano con crédito que usaba su propio dinero para financiar su tarjeta de crédito y el banco estaba a salvo. Y la tarjeta se llamaba “de aprobación segura”. Lovely. Pero al cabo ese era mi objetivo: convertirme en un ser financieramente interesante.
Pasado un par de carros usados, mucho dinero tirado por la borda en reparaciones y un zopilote por el desierto, me decidí finalmente a comprar un carro nuevo. Y, para mi grata sorpresa, el banco no sólo aprobó el crédito para comprar el auto, con una tasa de interés preferencial del 15% (coño), sino que me otorgó (sin haberla solicitado siquiera) una tarjeta de crédito platino con 75,000 pesos de fondo. Como cambian los tiempos, Venancio, que te parece.
Después, pues todo fue fiesta entre los bancos y yo, viejos amigos, ya se sabe, que ahora me amaban por mis ingresos, mis créditos y los intereses que cobraban, y así compré otro carro nuevo y otro hasta que llegué al momento en que, arriba, voy a comprar una casa y de nuevo mi amigo el banco me otorgó el crédito, como no, y siguió la pachanga hasta el día en que decidí irme de México y por tanto llegó la hora de vender la casa. Y como tenía incluído en el crédito de la casa un seguro contra desempleo, y al dejar mi trabajo estaba técnicamente desempleado, pues reclamé el seguro para dejar de pagar mientras vendía la casa. Y hasta allí llegó mi luna de miel con los bancos.
Me costó varios meses de llamadas por teléfono, amenazas, broncas y cojoneras para lograr activar el seguro y al final, cuando lo logré, se vendió la casa y sólo pude disfrutar de un par de mensualidades cubiertas por el banco. Y no se me quitaba de la cabeza aquello de los bancos y las compañías de seguros son los que te prestan un paraguas un día soleado y te lo quitan cuando empieza a llover.
Sigo después...