jueves, 1 de diciembre de 2016

Reportaje

“¿Por qué tú y no yo?”, clama, brama, reclama una señora mulata, obesa, entrada en años, que se retuerce, arquea, oscila en brazos de una muchacha que luce rostro compungido, preocupado, quizás porque la señora que se está ofreciendo en sacrificio amenaza con desplomarse y que, si lo hiciera, va a arrastrar con ella a quien le aferre los brazos, ya se ha visto antes, en los bembé, los que montan santo, que caen al piso, en sagrada convulsión.

“La gorda no se se tira porque sabe que se va a dar tremendo trastazo”, me susurraba el babalao, organizador de aquella otra fiesta, observador de la humanidad y de aquella otra señora, también obesa, mulata y entrada en años, a la que mantiene en vilo otra muchacha que puede ser su hija o su vecina o su compañera de ritos, la señora, que se contorsiona, ojos cerrados, la boca apretada, brillante de sudor. “No se tira, no te preocupes”, me dice el hombre que viste una inmaculada y blanca camisola con botones de oro, y sonrie.

Pero ya no sabré si se cayó o se lanzó al piso la señora que se desgañita en la histeria de la posesión fidélica. “¡Tenía que ser yo, él no, él no!”, reclama, pero la escena cambia y ahora muestra a otra mujer, una muchacha, joven, también mestiza, bonita, que entre puchero y mocos alcanza a decir algo sobre la educación, la salud, que Fidel no se ha ido, que está en sus corazones -el muerto encarnado es casi obligación nacional-, el cuello se le inflama de venas y bultos, dice algo más, un viva Fidel, y la cámara sigue, no hay palabras, declaran dos, tres entrevistados en un alarde de elocuencia, llorosos también, tristes a ultranza, como si se hubiera muerto un niño que no lo merecía, como si fuera una mala e inesperada sorpresa la que tuvo lugar, y no la muerte predecible de un anciano enfermo de alma y cuerpo que tomó prestados diez años de vida y medio siglo de nación, y ya nunca los devolvió.

No hay palabras, dicen, vamos a seguir hasta el final, con nuestros hijos, él nos lo dió todo, no tengo palabras, uno de los grandes acontecimientos en el mundo entero, no hay palabras, él no se ha ido, está en nosotros, vive en nosotros, como la flora intestinal, nos deja la unidad, la valentía, la intransigencia revolucionaria, la voz se quiebra, cómo llega uno a ese estado de histeria colectiva, “¡Tenía que ser yo!”, decía la señora obesa, “Fidel, Fidel”, grita, vocifera la muchacha joven meztiza bonita, que cubre su cara, ¡ay!, con una mano, mientras con la otra toma fotos, filma algo que no vemos, con un teléfono celular de color rosa. A su lado solloza la que sostenía a la señora que quería ser ella y no él. Todos aúllan, Fidel, algo sobre Fidel.

Frente a ellos, casi imperceptibles entre tanto estrépito, dos niños, vestidos de pioneros, con la calma y mesura que a todos los demás les faltan, miran, atentos, serios, mudos, testigos de algo que quizás ni siquiera entiendan muy bien pues este muerto, aunque no haya palabras, aunque les digan que se quedó, que los posee, que por allí todavía deambula espantando esperanzas, ese muerto, para su suerte, no es de ellos.

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