lunes, 24 de noviembre de 2014

Milagros


Ayer domingo, después de un día largo y agotador, salimos a la calle, y estaba Manhattan caminable, sabrosa, hermosa, ciudad hembra, hembra tibia, con 15 grados centígrados, sin viento ni lluvia ni cielo ni sol. Ciudad en estado puro, y ni siquiera la multitud parecía tal multitud.

Qué maravilla, decíamos, entrar quizás a ese Buffalo Wing, cenar unas alas de pollo picantes, a comérselas con las manos, como se debe hacer, dejar sólo huesos mondos, un montón de servilletas manchadas de salsas, y un par de botellas de cerveza vacías, Corona Extra, please, and a lime wedge, y después simplemente irnos a caminar, sin rumbo, de gratis, a mirar los lumínicos, a la gente, siempre tan interesante, a leer letreros ingeniosos, como ese que decía “Need a miracle”, pero ese no era marketing glamoroso; ese era más un grito urgente a la gente que revolotea como mariposas turistas, encandiladas con las espectaculares pantallas de Time Square y que, con tanta luz, no advierten, por supuesto, el mensaje escrito con crayola sobre un trozo de cartón que sostiene el indigente, sentado en la ancha acera, de espaldas al contén, con un perro inmenso que duerme a su lado, enorme animal de un hermoso color gris, arropado cuidadosamente con mullidas cobijas, como se le hace a un niño. El perro, pienso, ya tiene su milagro.

Quizás pudieramos detenernos más tarde en un bar por una copa, o no. O sentarnos a contar cuántas personas pasan arrastrando maletas de mano, de esas que tienen rueditas. O tratar de adivinar por qué un hombre detiene su auto, se lleva las manos a la cara, y solloza. Qué maravilla, soñar en Manhattan...

Pero no se pudo ayer, no se puede aún. No es el tiempo de nuestros milagros todavía. La buena noticia, sin embargo, es que la Ciudad tiene una paciencia infinita: va a estar todavía ahí, cuando regresemos a caminarla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario