miércoles, 19 de abril de 2017

Dos


Trieste es eslava, austro húngara e italiana.

Ciudad próspera, rica, capital de la región autónoma de Friuli-Venezia Giulia, fue, junto a Viena, Budapest y Praga, de las cuatro ciudades más grandes del Imperio Austro Húngaro.

Los eslavos, cuya frontera está a escasos dos kilómetros, la llaman con una mínima palabra que apenas necesita de sonido. 

Como vlk (lobo), krk (cuello) o prst (dedo), Trieste es Trst.

Ciudad frontera de imperios, puerto de mar, Trieste reposa en una franja de tierra. Slovenia a las espaldas; al frente, el Adriático, y a todos los atardeceres del tiempo.

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Joyce, adicto al whiskey, al culo de su esposa y a la fragancia de sus pedos, tiene en Trieste, además de estatua en el Ponte Rosso, un museo, una calle, y un puente.

O casi.

En realidad el puente es una pasarela que se extiende sobre el Gran Canal de Trieste y que debió llamarse oficialmente Passaggio Joyce. Pero, puente menor ante la magnificiencia de los puentes Rosso y Verde, ganó un nombre adicional.

Le llaman Puente Corto.

Mi amigo, ciudadano adoptivo de la ciudad -es nacido en Milán, de padres napolitanos- me cuenta la historia y señala, a la entrada norte de la pasarela, el cartel donde ambos nombres conviven.

Una tonadilla de acordión, alegre, inconfundiblemente eslava, entra por una bocacalle y me lleva a las tabernas de mi juventud.

Son dos hombres, sentados en unos escalones, los rostros acalorados por la faena de la música y el vino. Uno toca el acordeón, el otro bate palmas y tararea la canción. En el suelo un maltrecho sombrero de paño se abre, esperanzado.

Mi hijo deja caer un par de monedas dentro. El acordionista le sonríe con dientes manchados por el tabaco, lo saluda con una inclinación de la cabeza, y retoma la melodía, casi polka, casi čardáš.

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La ciudad es dorada

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Tres de las paredes de la sala comedor del apartamento de mis amigos, decorado con muy buen gusto contemporáneo, están cubiertas de libreros que llegan hasta el techo.

Son dos lectores voraces, y me siento doble o triplemente en casa.

Ella políglota, de un humor chispeante. Él, observador, inteligente, italianísimo gourmet que no gusta de la paella.

¿Por qué?, me asombro con discreción, non mi piace, me responde, y yo no insisto. No me corresponde defender a la paella. Pero un día le cocinaré un arroz a la chorrera a este gourmet milanés-napolitano, y retomaremos la conversación.

La sobremesa es larga e interesante. Tanto como el almuerzo, que aun no describo.

Intercambiamos autores y películas. Yo les doy al francés Michel Houellebecq y la macedonia “Antes de la lluvia”, y ellos me cargan con escandinavos, más franceses, y judíos, desconocidos para mí.

Les describo un risotto que cocino y me piace, con porcini, espárragos, ralladura de limón y Grana Padano.

Mi amigo no se ve particularmente impresionado -uno no impresiona a un italiano con comida italiana hecha fuera de Italia- pero me señala y le dice a su esposa, parece napolitano, y yo uso una sonrisa de circunstancias pues no sé si es halago o una de esas palabras que, a la usanza de guajiro, comemierda o maricón, hay que ubicar en contexto para saber si es escarnio o mote amistoso.

Que no hay pasión por la bandera italiana, me explican además. Fue símbolo del fascismo del Mussolini y la gente no olvida, me dicen. La cuenta no me da, me digo, pero me callo.

Italia, no hay que olvidar, es un país jóven, un rompecabezas de regiones, dialectos, aldeas y ciudades-estado, donde han convivido política convulsa, mafia, y terrorismo, de izquierda y derecha a la vez.

Sin que me percate cómo, entonces llega el tema Cuba.

Pero Cuba fue diferente a los de Europa del Este, dice mi amigo en tono triunfal, pro-cubano, pro- aquello. Mi esposa no se percata y sigue explicando que aquello fue y sigue siendo una mierda, y la esposa del amigo, que sí se percata, extiende lentamente la pierna y toca la del marido pro-cubano, en advertencia de la que yo, a mi vez, me percato.

Y propongo irnos a caminar para airear el tema y conocer algo de la ciudad.

Trieste, sépase, tiene calles, más empinadas que las más empinadas de Santos Suarez, que bajamos con alegría y donde dejamos el bofe en la subida. Pero esa historia, la del paseo, ya la conté.

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El almuerzo, cocinado por mi amigo:

Para comenzar, dicen mis anfitriones que la mozzarella, de búfala y con frescura que no rebase las veinticuatro horas.

Entonces, antipasti:

Mejillones, mozzarella, anchoas en aceite, pesto de perejil, pasta de bacalao, ensalada de papas y pulpo.

Y pan.

Primi:

Pasta con almejas al ajo y vino blanco.

Y pan.

Secondi:

Pasta con botarga y perejil.

Y pan.

Dolci:

Gelatto de vainilla, hecho en casa, con fresas naturales.

Vino:

Prosseco, omnipresente.

Hauner, Salina bianco, de las Isole Eolie, islas al norte de Sicilia, vino de las laderas del Stromboli y el Vulcano.

Y grappa.

Y pan.

Con botarga.

Y café expresso, de cápsula.

Y anoto que, después del arroz a la chorrera, de la ensalada y el flan, les haré a mis amigos un expresso con café Indonesia Sumatra, recién molido.


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Dejamos Trieste después de la puesta de sol.

Lo último que vemos, antes de tomar la autoestrada, es un magnífico castillo, el Castello di Miramare que visitamos en la mañana, construido para el Emperador Maximiliano I y su esposa Carlota.

Cualquier semejanza con el Castillo de Miravalle, sede del trono y la corte de dichos emperadores, Maximiliano y Carlota de México, y ahora conocido como Castillo de Chapultepec, es pura coincidencia, aunque no lo parezca.

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