miércoles, 29 de junio de 2016

Cinco días y cuatro noches árabes I

Primera noche

El hombre se acerca, una y otra vez, solícito y protector, a su esposa y al bebé que se desgañita.

Un miasma acebollado lo acompaña. Es tan denso lo que se huele que merece ser visible; una atmósfera tóxica que, por derecho propio, debería ser amarillo-verdosa, fosforescente, advertencia piadosa. Pero no es así; de igual manera, hace que yo sepulte la nariz en mi camisa, en un vano intento por vencer con mi olor corporal el ataque brutal que la combinación de los metabolitos de una decena de especias y el desaseo han desatado en esta claustrofóbica cabina donde nos apilamos de diez en fondo.

"Trece horas de vuelo...", murmuro. "Relájate, que estamos de vacaciones...", replica mi esposa.

Una muchacha, núbil a juzgar por su edad aparente y por las gruesas cerdas negras que le cubren las piernas, se levanta de su asiento y pasa por mi lado. El hedor en su estela es sofocante.

"Trece horas...", repito, esta vez en silencio. Recuesto la cabeza en el rígido espaldar y, por razones obvias, evito suspirar.

En los monitores del avión se suceden las informaciones. Una de ellas muestra una silueta de la nave en el centro de una brújula, en la que destacan dos indicadores: uno señala hacia la ciudad que esté más cercana en cada etapa del viaje; el otro señala invariablemente a la Meca.

Otra pantalla muestra un mapa con la ruta que seguimos. El avión sobrevuela Europa, atraviesa Ucrania, el Mar Negro, Turquía, cruza el Mediterráneo, bordea Siria, Iraq, el territorio Daesh -no puedo evitar la inquietud-, Irán, y por fin sale a las aguas del Golfo Pérsico, cerca de Kuwait.

No hay nubes. Debajo, a la derecha, la planicie deslumbrante del desierto de Arabia Saudita. Más adelante la isla-estado de Bahrain, la península Qatar, el mar otra vez.

Media hora más tarde las bocinas crujen y la voz del piloto anuncia, en árabe y en inglés que, al final de estas trece horas, en diez minutos aterrizamos.

***

Los Emiratos Árabes Unidos, UAE por sus siglas en inglés, son un país árabe, musulmán y petrolero.

Demencialmente ricos, han construido su nación en un trozo de desierto, con derroche de lujo, funcionalidad y con -depende a quién se le pregunte- delirio de grandeza o una asombrosa visión de futuro. Quizás con las dos intenciones.

Bordeados por las aguas del Golfo Pérsico y de Omán, flotando en un mar de petróleo, son siete los emiratos, de los cuales dos parecen acaparar la riqueza y por ende la relevancia: Abu Dhabi y Dubai, un par de ciudades-emiratos tan espectaculares como artificiales, que demandan enorme y continua atención para que el desierto no las engulla.

Regidas por un consejo de emires astutos y emprendedores, encabezados por el Emir Sheikh Khalifa bin Zayed Al Nahyan, Presidente de los Emiratos y gobernante de Abu Dhabi, y por el Emir Sheikh Mohammed bin Rashid Al Maktoum, Vice Presidente y gobernante de Dubai, invierten con largueza y oportunidad, inventándose un país imposible, un megaoasis refulgente, lujo blindado a la calamidad del Medio Oriente.

Los emirati, poco numerosos -apenas el once porciento de la población, únicos ciudadanos del país- son variopintos en colores y etnias, sobre todo entre las mujeres; además de rostros del Medio Oriente, se ven facciones negras, asiáticas, occidentales, eslavas. Sin embargo, la condición de emirati es fácilmente reconocible: las mujeres visten abayas, de intenso color negro, mientras los hombres lucen kanduras, una suerte de batilongos de deslumbrante color blanco.

***

Segunda noche

El oficial que revisa nuestros documentos en el aeropuerto es un emirati y viste una blanquísima kandura. Es un joven delgado, mulato, de bigotillo y perilla cuidadosamente recortados. Sus manos son pequeñas, nada viriles; los dedos delgados, frágiles, hojean con desgano nuestros pasaportes. Acuña, aprueba y, con un leve gesto, sin pronunciar una palabra, nos permite la entrada al país.

Las maletas ya esperaban en la noria. En la caja de cambio una muchacha con un diminuto piercing en la nariz y espeso acento -aquí todos tenemos acento espeso- nos dice que cambiemos más dinero, dólares por dirhams, que no encontraremos un lugar con una tasa de cambio mejor que esa que ella nos ofrece, nos apremia. No le creo ni una palabra, pero seguimos su sugerencia y cambiamos quinientos dólares. Mi hijo se despide con un “Namaste” y la muchacha se emociona.

El vestíbulo del aeropuerto es idéntico a cualquier otro: los inevitables letreros con apellidos impronunciables, kioskos con folletos y souvenires, una cafetería concurrida. En el extremo más alejado hay una compuerta y sobre ella un letrero iluminado: EXIT-TAXIS. “Allá...”, allá vamos. Una puerta automática se abre a la noche y nos deja pasar. Salimos, y nos envuelve el infierno.

Solo una vez había sentido un calor semejante: en el fondo de los pozos de la Mina de Matahambre, donde los mineros tenían horario reducido y dieta especial. Fue aquel un calor anormal, primigenio, con una humedad tan absoluta que en unos minutos estábamos empapados en agua. Subir a la superficie, y sentir de nuevo el abrasador mediodía del trópico, fue un gran alivio. Sucedió un par de años antes que cerraran la mina y se muriera el pueblo.

Pero el calor de aquí es de otra clase.

Espanta. Cuarenta y tres grados centígrados a la sombra durante el día; más de treinta en lo más fresco de la noche, y también hay humedad. El vapor viene del mar -extraño mar sin olas que parece un caldo- y envuelve la franja costera; pero no hay humedad más allá de los límites de esta ciudad marciana; se disuelve en el aire seco que viene del desierto, ese páramo que espera su oportunidad con la horrenda paciencia de un monstruo afiebrado.

Las primeras impresiones, desde el taxi, son algo desalentadoras, tal vez porque ocho años en Nueva York me han hecho olvidar el aura de desolación que impone el desierto. Es de noche, víspera del fin de semana, que aquí es viernes y sábado. Las calles, iluminadas por la intensa luz naranja de las farolas, están vacías. No hay jardines, la tierra es arena gris-amarillenta, las palmas están cubiertas de polvo y el verde no luce.

Pero, de alguna manera, la ciudad se nota limpia, muy limpia, y los edificios muestran una arquitectura alegre, osada, aunque parezca que nadie viva ahí.

Apenas nos cruzamos con un par de autos en el breve trayecto al hotel, al que llegamos con rapidez. Nos desembarazamos de las maletas y buscamos dónde cenar.

En el lobby hay tres restaurantes. A uno de ellos se accede a través de una doble puerta, que llama la atención por lo discreta; “Belgian Cafe”, anuncia un letrero a un costado; al otro, en letras verticales, Stella Artois. Cerveza. En comarca musulmana. Entramos, hambrientos y curiosos.

La doble puerta separa dos mundos. Tras la primera hay un espacio oscuro, que se llena con un rumor que se filtra desde el restaurante; tras la segunda, la luz estalla y el Occidente vocifera, ensordece, parapetado tras las Stellas Artois y mejillones belgas.

Pudiera ser Madrid, Nueva York, Bruselas, Londres. Tal vez La Habana. La gente conversa, ríe, grita: hombres en bermudas y camisetas, mujeres ligeras de ropa, rampante el cabello, sandalias, en las mesas, en el bar. Chile y Colombia juegan en los televisores. Las cervezas heladas, en vaso alto. Sopa de cebollas y tostadas de queso, brochetas de carne, meseros indios, o filipinos; no hay kanduras, mucho menos abayas.

Al‘arabíyya de infieles tras la doble puerta, en noche de jueves.

***

En la mañana me despierto pensando en un café.

No el de la habitación: ese de las cápsulas, tan cómodas, tan prácticas, tan no café. Mi gente aun duerme. Salgo al balcón. Apenas sale el sol, pero ya el aire está caldeado. Hay bruma, pero no es de humedad: es polvo. Y calor. Y polvo. Y mucho calor.

Tomo una ducha, me visto ligero y bajo al lobby. Amanece tras la pared de cristales que cubre uno de los lados del vestíbulo. Veo butacas alrededor de una piscina. Hay palmeras y arbustos. Hay esos camastros bajo unas estructuras de vigas de madera y cortinas de vaporosa tela. Más allá, un campo de golf. Después, el mar. Como telón de fondo, la bruma.

Qué buen lugar para mi café, me regocijo. Anoche vi en un rincón del lobby un mostrador con una máquina de café expresso. “Un café, doble, por favor”, y Babul -eso dice la pequeña placa prendida a su chaleco- me dice, con un tintineo de cabeza que casi me marea, que, Sir, no lo puede beber en público, así que se lo pongo para que lo lleve a su habitación.

“Es Ramadán, y ya sale el sol...”, me explica con expresión solemne.

Le doy las espaldas a la piscina, las butacas, al mar, y me marcho a tomar el café a escondidas, en mi balcón polvoriento.

(Continuará)

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