martes, 19 de abril de 2016

Cómo comenzar un viernes

Docenas de huevos, fritos; kilogramos de tocino, en lascas; paquetes de pan de molde, ya rebanado; litros de leche, entera; chocolate, en polvo; Nescafé, Clásico; azúcar, mermelada de fresa, mantequilla. Y tiempo suficiente para desayunar.

Comenzando el viernes.

El resultado, impresionante: mi figura reseca, desprovista de la menor pizca de grasa sobrante, se comenzó a llenar. Me comencé a llenar; a tal punto que, pasado un tiempo, le regalé a alguien medio paquete del tocino: se habían repoblado mis reservas, me había hartado de desayunar. Había comenzado, sin que yo lo sospechara, el viaje unidireccional hacia la hipertensión y otros detalles de salud.

Pero nada más se puede hacer, cuando la otra vida comienza en viernes.

***

“¡Gatorade...!”, me dije la primera mañana del sábado, con tono de voila, eureka, helo ahí. Lo había visto, el nombre, en las trasmisiones de eventos deportivos extranjeros, allá en la isla. “Debe ser muy bueno...”, pensé entonces, me insistí ahora, y entré al OXXO, tiendecilla repleta de bolsas de papas fritas, leche, refrescos, cervezas, cigarros, periódicos, y de Gatorade. De color naranja, el que compré, porque una bebida de color naranja nunca falla, y porque yo no estaba listo para los colores estrafalarios a los que no les suponía un sabor conocido.

Fue la última vez que lo bebí; debut y despedida de aquella agua repugnante, con sabor a aquellas sales hidratantes que en mi casa se tomaban en época de diarreas estivales. “Tremenda mierda...”, y dejé caer la rugosa botella en el primer cesto de basura que encontré, lamentando el dinero desperdiciado; que en esa época aun tenía yo el sano hábito de llevar las cuentas de lo gastado.


***

Había comprado un pequeño cuaderno de hojas rayadas, y una pluma BIC, que no sabe fallar.

Los guardaba en una gaveta de la mesa de noche, junto con un cortauñas, peine, un par de encendedores -BIC también, marca de estanquillo- y los tickets de las compras. Cada anochecer me sentaba a la mesa del comedor, la ciudad parpadeando más allá de las ventanas, los cerros rapados acordonando el horizonte -el que no ha mirado a la distancia a través del aire sin humedad del desierto, aun no ha experimentado la transparencia-, y actualizaba disciplinadamente mi bitácora de gastos:

Una caja de Marlboro 7 pesos
Un periódico               5 pesos
Almuerzo                  20 pesos
Un refresco                 2 pesos

Mi presupuesto de gastos era inflexible. Si lo excedía, al día siguiente debía limitarme y gastar menos. No refresco. Un almuerzo más modesto. Quizás no periódico, pero los cigarrillos eran intocables. Me volví cicatero, conocedor de la canasta básica y los precios al menudeo. En tres meses ahorré el dinero necesario para comprar mi primer carro, un Ford Topaz de diez años de uso, por el que pagué diez mil pesos mexicanos y en el que, durante el año que lo manejé, invertí otro tanto en reparaciones y mejoras innecesarias.

Al dia siguiente de comprar el Ford, dejé de llevar las cuentas.

*** 

Los dientes de la mesera.

Se atravesaron, entre su sonrisa y yo. Cubrieron por un momento la figura grácil, la piel tersa, el espeso , lustroso cabello indígena; se interpusieron entre sus ojos, luminosos, curiosos, y los míos, hambrientos.

Demasiado blancos los dientes, manchados por unas rayas horizontales de color café oscuro. Frágiles, además: fluor, demasiado fluor en el agua, me contaron después; por eso sabes de dónde es la gente aquí. Los de más al sur, con sus dientes brillantes y manchados. Los de más al norte, con demasiado cáncer en la familia. El mineral de uranio, que anda por todos lados, dicen.

Los gringos operaban la compañía minera, pero la cerraron y se fueron. No les daba negocio. Que era de bajo rendimiento el mineral, no bueno para el bussiness, pero sí para podrirle el cuerpo a la gente. O al menos eso es lo que dicen algunos, a los que nadie quiere escuchar, porque la ciudad ahora está creciendo hacia esos lados, adonde estaba la mina. Mucho dinero invertido ahí, en bienes raices; barrios enormes, casas diminutas, vendidas a precio de casa grande. No hay cáncer que detenga eso, mi buen; mucha lana, mucha lana hay metida en eso, me contaron.

Yo iba a hacer caso obvio de los dientes manchados.

Hay cosas peores, me dije filosófico; a qué hora terminas, iba a decir, solícito, cuando sonó mi celular -mi primer celular-, un Nokia macizo a prueba de casi todo, dale, que te van a mostrar el apartamento, me dijo alguien al oido. Tuve que correr, a cerrar el trato, que era muy bueno; dos cuartos, baño, sala-comedor-cocina, en una esquina, amplios ventanales, buen barrio, la ciudad a sus -a mis- pies. Órale, lo rento. Mil pesos mexicanos al mes, unos 135 dólares.

Un par de días más tarde regresé buscando a la muchacha. “Se fue a su pueblo, y no sé cuando regresa, mi buen...”, me dijo el cajero del restaurante, mientras le colocaba la tapa a una botella de Gatorade morado -tremenda mierda- de la que tomaba breves sorbos. Para la próxima, pregunta primero, y corre después. Gracias, y salí al sol seco del mediodía.


***

El “Musk” era mi nuevo aroma.

Me habían regalado un elegante estuche, con colonia, espuma y loción para después de afeitar, y todo decía “Musk”. Era mi olor de estreno, con el que me camuflaba antes de salir al también recién estrenado trabajo, antes de aprender que es buena idea bañarse en las mañanas.

En la isla nos bañábamos en las tardes. Al anochecer. Rutina simple: enjuagar el sudor del día, sentarse a cenar, ver algo en la televisión y acostarse por ocho horas -los más afortunados- a sudar sábanas. Bañarse en las mañanas, pues no era parte de la rutina; que se pierde mucho tiempo, que se demora mucho el agua en calentarse sobre el fogón, que qué es eso de salir acabado de bañar al fresco matinal, que da catarro. Mejor se unta uno algo punzante, alguna colonia dulzona, capaz de atravesar la sopa del tórrido aire húmedo y hacerse sentir desde un par de metros de distancia; algo poderoso, que se imponga al tufo de cama percudida.

“Es que huelen feo, tus compatriotas...”, me confesó un día en el instituto una amiga mexicana, a la que cada mañana un cubano colega le estampaba un beso en la mejilla, “Yo creo que no se baña en las mañanas...”, concluyó. Hay que prestar atención adonde fueres para poder hacer lo que vieres. O escuchares. Asentí, solidario, y comencé a bañarme en las mañanas; contra viento, frío y apremios. Además, me afeité el bigote.

“¡Órale, que bigotón; te pareces al pinche Emiliano Zapata, cabrón!”, había dicho un amigo; “¡A Pancho Villa!!, terció otro. En tono ligero, jocoso, nada ofensivo. Pero despertaron mi atención: el bigotillo mexicano -de Jorge Negrete, diría alguien muy querido- es mucho más discreto que el escobillón que nos dejamos crecer muchos cubanos bajo la nariz. Además, te ves mejor afeitado, me aseguró la amiga sensible a los olores. Como si fuera poco, un viernes es un día bueno tanto para comenzar como para terminar.

Mucho ha cambiado desde entonces; entre otras cosas, me baño en las mañanas, nunca más he llevado bigote, y ya no uso “Musk”.


***
La mesera se perdió la oportunidad de apreciar mis nuevos aromas y mis recién estrenadas texturas. Yo quizás perdí mucho más.

Años después compré una de esas casas minúsculas, en el norte, lejos de las emanaciones de gas radón y la mordida silenciosa de la radiación.

Bañarme en las mañanas se convirtió en mi obsesión, Cool Water en mi olor, y dejé de fumar.

Nací un viernes, por cierto. Los sábados, días hacendosos; los domingos, deprimentes; otros cuatro días que no deberían llevar nombre, y viernes otra vez.

Los viernes, para comenzar de nuevo.

***

Avena, integral; leche, descremada; fruta, abundante; café, de Indonesia. Y tiempo suficiente, para desayunar...

No hay comentarios:

Publicar un comentario