viernes, 20 de mayo de 2016

La Habana 2016

Leo, leo, y leo opiniones que tienen que ver con que Cuba -La Habana, para ser más preciso- está de moda, y que la moda, esa dama vaporosa, prescindible y rentable, está, entre otros, atrayendo a productoras del norte revuelto y brutal para filmar fragmentos de series o películas usando el escenario, hasta ahora prohibido, ahora exótico, de mi ciudad carcomida.

Se ha escrito mucho al respecto, y se va a escribir más, mientras dure la racha. Pero junto con el simple asombro ante lo inusual, se leen también palabros como “dignidad nacional”, “valores culturales”, “rescate”, “moral” e incluso “ignominia”.

La señora Graciela Pogolotti, por ejemplo, escribió algo al respecto de la indignidad que implica la filmación de películas jolivudenses, o de que venga Chanel a la tierra del olvido, y que por ello se interrumpan las rutinas físicas y morales de los atareados cubanos que construyen el socialismo. Dice la señora:

“(...) irrumpe de manera violenta en el vivir habanero”

“Perturbó las comunicaciones en las áreas centrales, afectó a estudiantes y trabajadores.”

“Añadió tensiones al difícil vivir cotidiano, impuso prohibiciones inaceptables a los pobladores de algunas zonas”

“(...) las muchachas portaban un brevísimo vestuario hecho con la bandera nacional”

No termina uno por enterarse si la doctora está describiendo la llegada de un ciclón, el arribo al poder de los comunistas, o una crónica social de una noche de putas.

Pero lo cierto es que el mundo exterior se ha comenzado a colar por las hendijas que ha abierto el Presidente Obama; y esa luz, de neón y plató, asusta-deslumbra-desconcierta, al parecer, no tanto a los ciudadanos como a los guardianes de las ruinas.

La mole malicienta del castrismo se ha movido unos milímetros y la costra que la cubre comienza a resquebrajarse. El crujido, o el hedor, hace que algunos reaccionen como la señora Pogolotti, y desaten un postrero revuelo nacional-ideológico-fundamentalista de somos-felices-aquí-yankees-go-home-no-los-queremos-no-los-necesitamos, sin detenerse a pensar que es el mundo del siglo XXI el que llega por fin, que todo pasa, y que esa fiebre de temporada también cederá.

Al cabo, eso es lo que hace Hollywood: busca escenarios exóticos para el recalentado de sus guiones, para insuflarle “frescura” a ideas que parecen agotadas. Así, Moscú fue escenario de “Duro de Matar”, la mafia rusa y chechena ocupa el lugar de los tradicionales italianos, y los terroristas de cualquier tipo han sustituido a nazis, agentes de la KGB y la Stasi.

Cuba-La Habana es entonces solo otro escenario emergente, para tranquilidad de la señora Pogolotti y otros escribas menores.

Y así será por un tiempo; al menos, mientras el ambiente surrealista de La Habana bipolar, con el imbatible Malecón y la Habana Vieja -tan nueva- por un lado, y el resto de la ciudad boqueando de miseria por el otro, siga resultando novedoso para los consumidores -y los costos se mantengan bajos y atractivos-; veremos más capítulos, más peliculas, más celebridades paseándose en “almendrones” y tomándose fotos en sombríos zaguanes destruidos.

Se me ocurre entonces que es buena idea, ahora que el periodismo alternativo cubano también está de moda que, en lugar de escribir textos barrocos e ininteligibles, de andar construyendo comparaciones ociosas entre los “valores” de las megaproducciones jolivudenses y las esporádicas, repetitivas y deprimentes peliculas cubanas, se me ocurre, decía, que, por ejemplo, se pudiera indagar en las rutas de la negociación de esas filmaciones, en quiénes son los funcionarios que deciden que venga Chanel, Vin Diesel, que haya carreras de lanchas rápidas entre La Florida y La Habana, o que se convoquen a los almendrones a desfilar.

O mejor aun, show me the money:

¿Cuánto se está pagando por esos derechos de filmación, a qué cuenta se va ese dinero, quién lo administra, en qué se va a usar?

Porque no hay nada malo en hacer negocios; en que La Habana o la isla en peso se convierta en otro estudio para la mega industria del entretenimiento estadounidense -posiblemente haya más dinero ahí que en la asmática zona libre del Mariel-; pero toda vez que la Patria es de todos, que el pueblo es el dueño de los medios de producción -marxistas, no de Hollywood-, que el socialismo es cosa social, que hay que rendir cuentas, y toda esa monserga tradicional, le toca el turno a la información.

Una dosis de sana transparencia, una mirada fiscalizadora en los quién, cómo y cuánto, le vendría como anillo al dedo al desmantelamiento del secretismo oficial

jueves, 19 de mayo de 2016

Salvando a la candidata Clinton

No recuerdo qué día, qué mes, dejó de gustarme la candidata Hillary Clinton; sucedió no hace mucho, un par de meses atrás quizás.

Pero sé con exactitud el momento en que comenzó mi desapego.

Fue un discurso de esos celebratorios de algún triunfo. En la televisión, algo decía HC sobre algo, y el público, enardecido, comenzó a vitorear en pleno acuerdo con lo dicho; la candidata respondió con un repetitivo movimiento de la cabeza, y fue entonces que comenzó mi cuesta abajo.

Movía la cabeza y giraba en el escenario, cubriendo a toda la audiencia. Era un movimiento que quería decir “Yeap, yeap, yeap...”, con fruncimiento característico de la boca, el pecho algo sacado, la cabeza algo metida entre los hombros, asintiendo con un balanceo al estilo de esos figurines “bubble head”.

“Falso”, fue la palabra que acudió sin ser llamada a mi mente.

Después, la candidata sonrió. La cámara hizo un acercamiento cruel en alta definición: brillaban opacos los dientes, amarillentos, en franca contradicción con los ojos serios, duros, como piedras azules, la cara rota por mil arrugas, las mejillas flaccidas, colgantes.

“Muy falso”, llegó de nuevo la palabra, esta vez con refuerzo, y ya nunca recuperé a la candidata por la que, antes de ese evento, hubiera votado convencido, y a la que hoy votaría, excéptico, como el menor de los males.

Hillary Clinton es un producto mal vendido.

Es su culpa, y la del grupo que la asesora. Alguien debe decirle que deje de tratar de ser graciosa, que deje de sonreir -nunca se ve tan mal como cuando sonríe-, que le iría mejor un aura de “Dama de Hierro”, a lo Thatcher, que ese aire abuelo-maternal que debe reservar para sus nietos.

Bernie Sanders es un anciano malhumorado, de voz cascada y con la brusquedad característica de su etnia y credo político. Usa ese marco para entregar su discurso cuasi-socialista, para alentar las esperanzas de los sectores más a la izquierda del partido Demócrata y de los independientes.

Pero es genuino: Bernie Sanders vende chatarra política, populista e impracticable, pero la vende sin poses, con la autenticidad del poseso, y se la están comprando porque la está vendiendo bien.

Ni siquiera me voy a detener a detallar el caso de Trump; al cabo queda muy poco por decir ya.

Pero la candidata Clinton tiene un mundo que aprender de la estrategia trumpista: de la bravata barata, de los golpes de pecho de un Tarzán-Superman redentor, de la fuerza del discurso agresivo que apela a lo más básico de la gente básica, que son al cabo la mayoría de los ciudadanos con derecho al voto, de la mayoría de los humanos.

Hillary Clinton, si quiere ganar, necesita reinventarse a la carrera, tiene que dejar de sonreir, le urge ser brutal, regresar al mercado electoral con una nueva imagen de mujer dura, despiadada -y los errores de Libia pueden ser, irónicamente, su rampa de lanzamiento: en última instancia ni fueron suyos los errores exclusivamente, ni fueron mayores que los de Bush en Iraq; puede comenzar por decir, OK, me disculpo por las malas decisiones, pero no le temo a tomarlas.

La imagen de la candidata Hillary Clinton no será entonces menos falsa, pero, aunque se note, a pocos les va a interesar; estará bien vendida, eso es lo que importa y puede que la salve de un desastre electoral.

Al cabo, la política es eso también: mercado, marqueting, y consumidores.

martes, 3 de mayo de 2016

Pasarela o muerte, venceremos

Allende en los 80 -y me atrevo a afirmar que desde finales de los 70- circularon en la Habana unos posters de Havana Club en los que aparecía una de esas trigueñas que por allá en la isla se dan; mujer bella, en bikini, sarong o tumbona, era sin dudas una modelo criolla digna de admirarse.

Hay que mencionar que la dama aquella, despampanante, incitaba a emborracharse con ron peleón Havana Club Silver Dry incluso a un tipo medio abstemio como yo, tan solo por la ilusión de haber compartido algo.

Entonces, un día, habló la difunta Vilma Espín -no es espiritismo: estaba viva todavía en esa ocasión-, esa señora que por razones de fuerza mayor se perdió la oportunidad de ser primera dama oficial y ya no suplente; explicó, en pleno espíritu FMCiano feminista-pacato-izquierdoso-moralino, que el uso de la imagen femenina para esos menesteres era denigrante para la mujer cubana.

No creo que la señora Espín haya sido experta en mercadotecnia, pero al parecer su idea de vender ron cubano en paraíso socialista-tropical no pasaba de un vaso con ron y hielo, sudado bajo una palma, un rubí, cinco franjas y una estrella.

Nada de mujeres voluptuosas para consumo de extranjeros capitalistas, explotadores y lascivos; esas, se sabe, estaban reservadas para esposas y amantes de los labriegos-generales de su revolución.

Quizás por esa razón pasó un buen tiempo antes que las mujeres cubanas regresaran a los posters comerciales -pueden comprobarlo si tienen interés y tiempo. Mientras, la ciudad se inundaba de putas, pero esa es otra historia.

En fin, que yo tenía uno de esos afiches en una de las paredes de mi habitación del internado allá en la universidad. Aquella dama, testigo involuntario de mis días y noches, despertaba el interés de mis visitantes, y con ello reafirmaba que era buena idea su inclusión en el poster.

Además, creo que fue la primera vez que sentí algo parecido a la disensión -sería una exageración decir disidencia- al tener en mi habitación algo que le desagradaba a uno de los mandarines -mandarina no es el femenino de mandarín- de la involución cubana. 

Me pregunto qué pensaría ahora la señora Espín al ver a Lagerfeld y su tropa de bulímicas campeando el Prado. “Esas no son cubanas...”, quizás diría, sin son ni tono, con desdén y combatividad, aleccionando otra vez a esta Cuba de estos meses, que barre hacia un costado sus escombros para abrirle camino a fatuidades oportunistas.