miércoles, 27 de abril de 2016

Disolución

Mi amigo habla.

A la vez mira hacia un costado; a la ventana, al vidrio salpicado con la llovizna que cae desde la madrugada. Quizás mira más allá, a la acera por donde corre un anciano en pantalones cortos y camiseta en calistenia sabatina. Pero no ve nada. Estoy seguro.

En realidad piensa en voz alta, que atrae las miradas de los parroquianos de una mesa cercana; observan, curiosos, a mi amigo; quizá se les antoja enojado; manosean los teléfonos, listos para inmortalizar en la red social de su preferencia el momento, que suponen inevitable, cuando mi interlocutor me pegue en la cara con el plato del desayuno a medio consumir y que ya se ha enfriado en medio de tanta buena charla; es que esos señores, los de la otra mesa, no conocen el tono cubano de la pasión con la que se discuten pelota, política y otras certidumbres que solo nosotros tenemos.

“Pero seguro has escuchado aquello que decían muchos, ´Es que Fidel no sabe que estas cosas están sucediendo...´ “ , le clavo una banderilla a mi amigo, para verlo corcovear. Me mira, como preguntándose de qué hablo, los ojos dilatados por algo que parece asombro, atrincherados tras los lentes, la boca perpleja, entreabierta...

***

"Huele a talco, a colonia ´Bebito´", contaba el hombre, la emoción a rienda suelta.

Vestido de miliciano, la boina insertada bajo la hombrera de la camisa azulada, vociferaba su historia por enésima vez al coro de nosotros que, convocados, esperábamos que él, y un anciano ataviado de manera similar, nos hablaran, de nuevo, de cómo estuvieron en Girón; mítin relámpago -aquelarre de dogma-, mítin político, pausa política que no refresca, doctrina que aturde.

Había abrazado a Fidel, el hombre, y el olor le había gustado. A ´Bola´e churre´, que le llamaba mi padrino -a Fidel- porque lo recordaba sudoroso, desaseado, barba y cabello hirsutos en 1959, mosca en la leche, labriego rampante en La Habana limpia, impureza entre damas de peinados impecables que se paseaban en vestidos floreados, del brazo de caballeros en guayaberas, trajes y bigotillos recortados. “Compañeros ni compañeros”, añadía gustoso mi padrino: “Compañeros son los bueyes”, terminaba con su risilla de guajiro chota.

No se le puede negar a Fidel Castro que de alguna manera siempre llamó la atención. Hediondo lider, oloroso personaje, orador incansable o, como ahora, en adocenada ropa deportiva, leyendo textos afortunadamente breves, recreando la incoherencia. Aun así, todavía despierta curiosidad, morbosa: ruina para turistas de izquierda.

Además, siempre tuvo sentido para el drama. En el congreso del partido comunista de Cuba, con malevolencia de anciano amargado, anunció que esa -tal vez- es, fue, su última aparición, en esa sala, advierte, y que a todos nos llegará nuestro turno, añade. Ustedes, dice lapidario, que también se van a morir, escuchen entonces, lo que les digo: el escrutinio de discursos, entrevistas, textos, las miles de palabras, las horas de arenga, el país demolido, esa es mi pirámide.

Porque los tipos como Fidel se mandan a construir tumbas piramidales.

***

En Cuba -señal inequívoca de que alguien ha muerto- estudian el pensamiento.

Así le dicen. Tienen instituciones dedicadas a examinar las ideas de Ernesto Guevara, Martí, Vilma Espín, Hugo Chávez y hasta de algún que otro intelectual; Cuba, tan ocupada en estudiar pensamientos e irrelevancias, mientras la realidad se le pudre entre los dedos.

La de Fidel va a ser monumental. Un instituto dedicado a hojear, citar y reinterpetar lo que ha dicho ese hombre durante setenta años, más o menos. Así de aburrido. Será la Pirámide de pirámides, y ya están echando los cimientos: van a imprimir veinticinco libros con toda esa disentería verbal.

“Y nada de eso vale la pena...”

“Exacto”

***
Da igual.

Lo cierto es que la noticia más interesante que puede generar el Fidel Castro contemporáneo es si aun sigue vivo; la comidilla, pues es apostar a cuánto le queda de vida, a quién más se va a morir primero que él. Hasta una mañana en que se lea de su muerte, en el Granma, única fuente confiable para esa noticia, y se terminará de olvidarlo en el minuto siguiente.

Yo quiero comenzar a olvidarlo ya. Yo no quiero seguir esperando la nota del órgano oficial. Yo no quiero volver a escribir sobre Fidel Castro.

***
Cuba también me asfixia. Me saca de quicio, me hace sentir como el cornudo que retorna, una y otra vez, a su mala mujer.

Mala Cuba, que es puta, sucia, negligente, y por eso tampoco -tal vez- vuelva a escribir sobre ella -siempre me digo lo mismo, al terminar de teclear algo que se muere en el instante que le coloco el último punto final-; pero, también siempre, cabizbajo, regreso a su lado.

“Porque a falta de algo nuevo para decir -vamos: el tema Cuba está agotado- lo que resta es decirlo de otra manera”

“Exacto”, dice mi amigo...

***

...la boca perpleja, entreabierta.

“Yo sé”, me responde, ”Lo dijeron; muchos lo dijeron. Y ni siquiera se detuvieron a pensar que, si Fidel no sabía lo que le estaba pasando a los cubanos, al país, entonces es peor gobernante de lo que demostró ser”, concluye mi amigo sin apostillar con un “lo que queda demostrado”, pues no hay lógica que sobreviva a la política cubana. Y vuelve a mirar a la ventana.

Llovizna otra vez.

***

Fidel. Condenable como es, condenado al olvido, ya hoy se puede permitir uno un lujo de sacerdote: Ego te absolvo, Fidel.

Al cabo, la Historia te disolverá.

“Exacto”. Y salimos la calle mojada.

miércoles, 20 de abril de 2016

Miedo

Estoy seguro que la mañana en que a aquel muchacho mestizo, de menguada estatura y al que nunca le había escuchado la voz, lo trajeron a la plataforma que presidía el área de formación y lo exhibieron como a un criminal al pie del cadalso, estoy seguro que esa mañana olía a tierra húmeda, yerbazales y cagajones de vacas.

Me atrevo a afirmar incluso que también olía a la leche requemada por el fogón al rojo vivo de la cocina que se alzaba justo del otro lado de aquel podio infame, allá detrás del comedor, detrás de la presidenta de la FEEM de mirada furibunda y enclenques pantorrillas que comenzaban en unos deformes zapatos ortopédicos y terminaban en unas rodillas tan abultadas como maracas; detrás de un grupo de profesores curiosos y, por supuesto, detrás del director de la escuela que ya, antes de empezar a hablar, tenía el rostro congestionado y las venas, de furia hinchadas, destacando en su corto cuello.

Y enfrente de todos ellos, el muchacho, parado casi al borde de la plataforma, las manos a la espalda, la mirada en sus zapatos, la ropa de civil, modesta. Esperando.


***


El miedo lo llevamos estampado en la piel, como la res su marca. Bordado, puntada a puntada, nos lo entretejieron también en la respiración, nos lo enredaron en la garganta, para decorar ese temblor en la voz.

Nuestro miedo es mayor; es como si nos asustara, más allá de lo razonable, el regreso al fracaso, el retorno a una vida miserable; como si nos espantara la muerte más que a otros, porque ya estuvimos muertos una vez y por eso sabemos de lo que hablamos.

Hasta los sueños se contaminan con tanto miedo; a pesar de la cama limpia, burlando dieciocho grados centígrados de frescura, el miedo empapa la almohada; es sudor helado que calienta el aire de la habitación, que te despierta de una puñalada, en medio de un grito, el corazón desbocado, adrenalina tempranera, dosis de alivio en vena -era solo un mal sueño-, siempre de madrugada.

El miedo es el estandarte de mi generación.


***

La mañana en la que expulsaron con deshonor brutal al muchacho cuya voz nunca escuché, olía a miedo.

Temblor en las piernas, aliento de pajarillo aterrado, de solo imaginar estar allá arriba, en aquel lugar de ignominia, donde la vida parecía acabarse, donde el silencio de cuatrocientas personas era el preámbulo a una apoteosis de la ira sectaria con que se cubriría a aquel infeliz, iluminado por la luz magnífica del amanecer.

El muchacho era de un pueblo cercano a la escuela. La noticia, susurrada con incredulidad, era que se marchaba con su familia, abandonaba el país, a la Revolución, ingrato apátrida que había sido obligado a presentarse primero en la escuela a solicitar la baja, pretexto para pasar entre baquetas, recibir denuesto tras insulto, ofensa sobre infamia, escoria que se va, gusano por ende, contrarrevolucionario ipso facto, hasta ayer uno de nosotros, ahora uno de ellos.

Algo así dijo el director. Creo que algo así dijo. No lo recuerdo, y me alegro por ello. Solo retengo la imagen del muchacho, callado, más pequeño que de costumbre, apenas notable, trasegando vergüenza, como lo hago yo ahora, por haber estado allí, ataviado en azul, coreando “vivas”, “mueran”, mientras comenzaba el éxodo del Mariel, los cubanos nos volvíamos a fragmentar y yo ni siquiera me daba cuenta de ello.


***


El miedo, tan cubano como las palmas.


***


El miedo enseña a bajar la voz.

Se dice “el gobierno”, se disminuye el tono. Se dice “ellos”, se susurra. Se dicen los nombres de los tiranos en silencio, en clave, con discreta mímica de lacayos.

Porque nuestro miedo es de otro tipo. No es el que enfría los testículos ante una pelea inminente. No es el miedo triste de ver marchitarse a los padres. No es el miedo mezquino de saberse muerto algún día. El miedo cubano es un miedo total, fabricado con precisión de orfebre, insertado con maestría de cirujano, inculcado con método de domador.

Es estar convencido de que no hay opciones, ¿para qué otra cosa? Es aplaudir, aprobar, asentir, la unanimidad, el monolíto, la cosa gris, compañero, tú tienes problemas ideológicos, serios, inmadurez política, indefinición, no te mueres por la patria, no das vivas con la fuerza necesaria, tus “¡Abajo!” no traen el entusiasmo que nos caracteriza. Tú estás flojito, compañero, y te vamos a analizar.

El miedo enseña a gritar por miedo.


***

Una semana después se iba otro estudiante. Del mismo pueblo que el muchacho callado.

Pero este otro era un guajiro -también callado- de más de sies pies, con musculatura de gladiador y malas pulgas. La mañana en que vino a buscar su baja de la escuela caminó por el pasillo central, bajo la misma luz que tan bien iluminara nuestros autos de fe; saludó, estrechó manos, seguido por la mirada siempre curiosa de los profesores, atravesando el hedor matinal de la beca, sin que nadie intentara llevarlo a la plataforma de ignominia. La presidenta de la FEEM encontró algo más urgente que hacer en alguna otra parte, el director ni siquiera salió de su oficina.

Llegó, intocable, intocado, y se fue.

Porque el miedo es también selectivo.


***

Mi generación tuvo, tiene, miedo a hablar, a escuchar, a preguntar y a responder. Le teme además a los apagones, a que se acabe la mantequilla, a que la carne de res sea ilegal y a las guaguas que no se detienen en las paradas.

Mi generación se despierta en las noches atormentada por la idea de que está otra vez en el punto de partida, pero sin oportunidades de partir.

Mi generación ya no aprendió a quejarse en voz alta; a cambio, se sonrie turbada si alguien se resinga en la madre de Fidel, aunque esté a salvo de chivatos, en un anónimo apartamento español o en una ciudad polvorienta del norte mexicano.

Mi generación teme a quedarse sin algo, a carecer otra vez, a que un pionero llame a su puerta para invitarlo a participar en farsas electorales, a que alguien le llame apático, a que el próximo republicano asesine a las mulas y ciegue sus caminos de ir y venir.

Mi generación se muere dos veces, de miedo y después.


***

Mis mañanas huelen mucho mejor ahora.

Los miedos, pues son diferentes.

A que no me alcance el tiempo, al desempleo, al cáncer, al que textea y maneja, a que se inunde la ciudad otra vez, a que Manhattan vuele por los aires, a que suene el teléfono a deshora, a lo que acecha, a lo imponderable, a las posibilidades, a lo inexorable, a que un trozo de apestosa grasa se desprenda de la pared de una arteria, a un demente con ametralladora, a que un día no estemos juntos porque uno de los dos falte y nuestra burbuja, tan frágil, se vaya a la mierda.

Pero prefiero estos miedos, tan humanos, tan explicables; estos miedos que tuve que venir a buscar acá, y a los que me aferro con afecto.

Porque no me asustan tanto, al menos no tanto como aquellos otros, para los que sí tenía remedio.

martes, 19 de abril de 2016

Cómo comenzar un viernes

Docenas de huevos, fritos; kilogramos de tocino, en lascas; paquetes de pan de molde, ya rebanado; litros de leche, entera; chocolate, en polvo; Nescafé, Clásico; azúcar, mermelada de fresa, mantequilla. Y tiempo suficiente para desayunar.

Comenzando el viernes.

El resultado, impresionante: mi figura reseca, desprovista de la menor pizca de grasa sobrante, se comenzó a llenar. Me comencé a llenar; a tal punto que, pasado un tiempo, le regalé a alguien medio paquete del tocino: se habían repoblado mis reservas, me había hartado de desayunar. Había comenzado, sin que yo lo sospechara, el viaje unidireccional hacia la hipertensión y otros detalles de salud.

Pero nada más se puede hacer, cuando la otra vida comienza en viernes.

***

“¡Gatorade...!”, me dije la primera mañana del sábado, con tono de voila, eureka, helo ahí. Lo había visto, el nombre, en las trasmisiones de eventos deportivos extranjeros, allá en la isla. “Debe ser muy bueno...”, pensé entonces, me insistí ahora, y entré al OXXO, tiendecilla repleta de bolsas de papas fritas, leche, refrescos, cervezas, cigarros, periódicos, y de Gatorade. De color naranja, el que compré, porque una bebida de color naranja nunca falla, y porque yo no estaba listo para los colores estrafalarios a los que no les suponía un sabor conocido.

Fue la última vez que lo bebí; debut y despedida de aquella agua repugnante, con sabor a aquellas sales hidratantes que en mi casa se tomaban en época de diarreas estivales. “Tremenda mierda...”, y dejé caer la rugosa botella en el primer cesto de basura que encontré, lamentando el dinero desperdiciado; que en esa época aun tenía yo el sano hábito de llevar las cuentas de lo gastado.


***

Había comprado un pequeño cuaderno de hojas rayadas, y una pluma BIC, que no sabe fallar.

Los guardaba en una gaveta de la mesa de noche, junto con un cortauñas, peine, un par de encendedores -BIC también, marca de estanquillo- y los tickets de las compras. Cada anochecer me sentaba a la mesa del comedor, la ciudad parpadeando más allá de las ventanas, los cerros rapados acordonando el horizonte -el que no ha mirado a la distancia a través del aire sin humedad del desierto, aun no ha experimentado la transparencia-, y actualizaba disciplinadamente mi bitácora de gastos:

Una caja de Marlboro 7 pesos
Un periódico               5 pesos
Almuerzo                  20 pesos
Un refresco                 2 pesos

Mi presupuesto de gastos era inflexible. Si lo excedía, al día siguiente debía limitarme y gastar menos. No refresco. Un almuerzo más modesto. Quizás no periódico, pero los cigarrillos eran intocables. Me volví cicatero, conocedor de la canasta básica y los precios al menudeo. En tres meses ahorré el dinero necesario para comprar mi primer carro, un Ford Topaz de diez años de uso, por el que pagué diez mil pesos mexicanos y en el que, durante el año que lo manejé, invertí otro tanto en reparaciones y mejoras innecesarias.

Al dia siguiente de comprar el Ford, dejé de llevar las cuentas.

*** 

Los dientes de la mesera.

Se atravesaron, entre su sonrisa y yo. Cubrieron por un momento la figura grácil, la piel tersa, el espeso , lustroso cabello indígena; se interpusieron entre sus ojos, luminosos, curiosos, y los míos, hambrientos.

Demasiado blancos los dientes, manchados por unas rayas horizontales de color café oscuro. Frágiles, además: fluor, demasiado fluor en el agua, me contaron después; por eso sabes de dónde es la gente aquí. Los de más al sur, con sus dientes brillantes y manchados. Los de más al norte, con demasiado cáncer en la familia. El mineral de uranio, que anda por todos lados, dicen.

Los gringos operaban la compañía minera, pero la cerraron y se fueron. No les daba negocio. Que era de bajo rendimiento el mineral, no bueno para el bussiness, pero sí para podrirle el cuerpo a la gente. O al menos eso es lo que dicen algunos, a los que nadie quiere escuchar, porque la ciudad ahora está creciendo hacia esos lados, adonde estaba la mina. Mucho dinero invertido ahí, en bienes raices; barrios enormes, casas diminutas, vendidas a precio de casa grande. No hay cáncer que detenga eso, mi buen; mucha lana, mucha lana hay metida en eso, me contaron.

Yo iba a hacer caso obvio de los dientes manchados.

Hay cosas peores, me dije filosófico; a qué hora terminas, iba a decir, solícito, cuando sonó mi celular -mi primer celular-, un Nokia macizo a prueba de casi todo, dale, que te van a mostrar el apartamento, me dijo alguien al oido. Tuve que correr, a cerrar el trato, que era muy bueno; dos cuartos, baño, sala-comedor-cocina, en una esquina, amplios ventanales, buen barrio, la ciudad a sus -a mis- pies. Órale, lo rento. Mil pesos mexicanos al mes, unos 135 dólares.

Un par de días más tarde regresé buscando a la muchacha. “Se fue a su pueblo, y no sé cuando regresa, mi buen...”, me dijo el cajero del restaurante, mientras le colocaba la tapa a una botella de Gatorade morado -tremenda mierda- de la que tomaba breves sorbos. Para la próxima, pregunta primero, y corre después. Gracias, y salí al sol seco del mediodía.


***

El “Musk” era mi nuevo aroma.

Me habían regalado un elegante estuche, con colonia, espuma y loción para después de afeitar, y todo decía “Musk”. Era mi olor de estreno, con el que me camuflaba antes de salir al también recién estrenado trabajo, antes de aprender que es buena idea bañarse en las mañanas.

En la isla nos bañábamos en las tardes. Al anochecer. Rutina simple: enjuagar el sudor del día, sentarse a cenar, ver algo en la televisión y acostarse por ocho horas -los más afortunados- a sudar sábanas. Bañarse en las mañanas, pues no era parte de la rutina; que se pierde mucho tiempo, que se demora mucho el agua en calentarse sobre el fogón, que qué es eso de salir acabado de bañar al fresco matinal, que da catarro. Mejor se unta uno algo punzante, alguna colonia dulzona, capaz de atravesar la sopa del tórrido aire húmedo y hacerse sentir desde un par de metros de distancia; algo poderoso, que se imponga al tufo de cama percudida.

“Es que huelen feo, tus compatriotas...”, me confesó un día en el instituto una amiga mexicana, a la que cada mañana un cubano colega le estampaba un beso en la mejilla, “Yo creo que no se baña en las mañanas...”, concluyó. Hay que prestar atención adonde fueres para poder hacer lo que vieres. O escuchares. Asentí, solidario, y comencé a bañarme en las mañanas; contra viento, frío y apremios. Además, me afeité el bigote.

“¡Órale, que bigotón; te pareces al pinche Emiliano Zapata, cabrón!”, había dicho un amigo; “¡A Pancho Villa!!, terció otro. En tono ligero, jocoso, nada ofensivo. Pero despertaron mi atención: el bigotillo mexicano -de Jorge Negrete, diría alguien muy querido- es mucho más discreto que el escobillón que nos dejamos crecer muchos cubanos bajo la nariz. Además, te ves mejor afeitado, me aseguró la amiga sensible a los olores. Como si fuera poco, un viernes es un día bueno tanto para comenzar como para terminar.

Mucho ha cambiado desde entonces; entre otras cosas, me baño en las mañanas, nunca más he llevado bigote, y ya no uso “Musk”.


***
La mesera se perdió la oportunidad de apreciar mis nuevos aromas y mis recién estrenadas texturas. Yo quizás perdí mucho más.

Años después compré una de esas casas minúsculas, en el norte, lejos de las emanaciones de gas radón y la mordida silenciosa de la radiación.

Bañarme en las mañanas se convirtió en mi obsesión, Cool Water en mi olor, y dejé de fumar.

Nací un viernes, por cierto. Los sábados, días hacendosos; los domingos, deprimentes; otros cuatro días que no deberían llevar nombre, y viernes otra vez.

Los viernes, para comenzar de nuevo.

***

Avena, integral; leche, descremada; fruta, abundante; café, de Indonesia. Y tiempo suficiente, para desayunar...

jueves, 7 de abril de 2016

Bajo la almohada

Ibamos los tres: mi hijo, mi esposa y yo.

Calle abajo. Calle inclinada, cubierta de guijarros perfectamente redondos, pulidos, en lugar de pavimento. Mi hijo jugaba, saltando de una piedra a otra, “Cuidado...”, le dije, o pensé, “Que te vas a caer”

Un bus, de esos turísticos, dos entradas-salidas inmensas, sin puertas, ventanales panorámicos, se detuvo y mi esposa y yo nos subimos. Al cabo se mueve muy despacio, el bus; desde acá lo vemos, al niño, fácil de identificar con su suéter rojo.

Pero el bus ya no es. Ahora es una guagua. Atestada de gente, claustrofóbica. Se mueve demasiado rápido, monstruo urbano, “¿Lo ves, lo ves?”, pero ya no veo a mi hijo, que quedó atrás, quién sabe dónde porque no conozco bien este lugar, ni esta ciudad, que parece La Habana, pero que puede ser el DF, u otros lugares horribles donde nunca he estado.

Se mueve a una velocidad de espanto la guagua; deja atrás paradas repletas de gente que regresa a su casa -está anocheciendo-, no se detiene en ninguna, coño, avanza desbocada por dos, diez minutos, tú sigue, le pido a mi esposa, porque tenemos que llegar a alguna parte y alguien tiene que hacer acto de presencia, que yo regreso por el niño, alcanzo a decirle antes de bajar de la guagua que por fin se detuvo, y echarme a correr, con desesperante lentitud, cuesta arriba, tanta gente, por Dios, oscuro, que no le pase nada a mi hijo, por favor, que me pase a mí, que me muera, ¡ahí está!, algo rojo, un niño, pero no es él, se me acaba el tiempo, corro, lloro, pero no se me ocurre gritar.

Y lo peor: ya no hay piedras ni chinas pelonas en la calle; ahora está asfaltada, y yo sé que eso no es buena señal...

Me despierto. Taquicardia, 1:40 de la mañana. Jueves.

Cinco horas más de sueño. O pesadilla, que uno nunca sabe lo que acecha bajo la almohada.

viernes, 1 de abril de 2016

Verruga

El salón, caldeado por el sol de la tarde, brillaba furioso; la luz, amarilla, sucia, atravesaba los herméticos ventanales y quedaba atrapada, rebotando en muebles, paredes, sin saber como regresar a la ancha avenida de allá afuera, a calcinar ciclistas, transeúntes y a algún que otro esporádico auto.

Un ventilador zumbaba en una esquina, cercano a la cabecera de la mesa. Giraba -ciento veinte grados de circunferencia, calculé a ojo de buen ingeniero- y en cada centésimo vigésimo grado algo se trababa en su mecanismo; luego, tras un angustioso carraspeo, un chasquido desataba el entuerto, anunciando el comienzo del siguiente giro.

Desde el otro extremo de la mesa, hediendo a envidia y sudores sobre sudores, yo luchaba contra los deseos de medir cuánto duraba el recorrido del ventilador por el arco de cuerda que abarcaba apenas la presidencia de la mesa y a sus dos acólitos más inmediatos; evité mirar el reloj y contar los segundos: podía malinterpretarse. En cambio, me dediqué a observar los papeles que tenía ante sí el hombre que dirigía el curso y destino de la reunión; temblorosos, alzaban una esquina, en tímida solicitud de atención, empujados por la brisa tibia que les llegaba desde el polvoriento aparato, y de la que nada llegaba a mi rostro acalorado.

El hombre de los papeles, a pesar del espeso calor, vestía una deslucida chaqueta de mezclilla, sobre una camisa a cuadros. “No sé cómo puede aguantar...”, pensé, mientras de manera maquinal e infructuosa traté de abrir aun más el cuello de mi pulover; con los nudillos rocé mi garganta, áspera por la sal que había dejado el sudor del día.

El hombre dijo algo que no alcancé a escuchar. Los demás rieron, con la risa forzada y servil de la circunstancia. “Tengo que prestar atención...”, me dije, y dejé de mirar los trémulos papeles para concentrarme en lo que decía Pedro Miret, el hombre de la chaqueta.


***

“ (…) hay continuidades, valores, que han sustentado el proyecto revolucionario en el ámbito social, que deben seguir formando parte, pienso, de ese socialismo que necesitamos o queremos; que no debemos renunciar a ellos, aunque puedan formar parte de nuestra utopía.”

Tuve que detenerme. A cavilar, por unos instantes, cuando leí esta frase. Me detuve, además, para comprobar la extensión de esta entrevista, respondida por un académico cubano, llamado Narciso Cobo, que se publica en la revista “Temas”. Mi temor, bien fundado, era que fuera demasiado larga, y que fuera más de lo mismo.

“Narciso Cobo: El socialismo es esencialmente un ejercicio de participación”, es el título que escogieron los autores -o los redactores- y es eso precisamente lo que me motivó a tratar de abrirme paso entre la decena de cuartillas, casi cinco mil palabras, de ese artículo.

Eso, y la perplejidad.

Y no es para menos. La frase de marras describe el estado mental de rehén voluntario de los que aun creen en el socialismo, en general; en el cubano, en lo particular. A estas alturas -después de la desaparición del campo socialista, después de más de medio siglo de marasmo cubano- es algo para asombrarse.

El cliché en la frase es tan manido que casi dejo de leer. “Valores”, “continuidades”, los logros-de-la-revolución que hace mucho ya no es tal y que involuciona en caída libre; valores, a saber, la salud ruinosa, la educación mediocre; del deporte, que mejor ya no se habla, como en algun momento también, ante la arribazón irrefrenable de putas, se dejó de mencionar la erradicación de prostitución.

Resulta difícil comprender cómo discurre el pensamiento de estos intelectuales, cómo pueden abandonar la contundencia de los hechos, aferrarse al delirio, y exponerlo con tamaña tranquilidad.

Después de casi un siglo de, al decir de los entrevistadores, la “puesta en práctica del socialismo” (y siendo que -para sonar a la par- la práctica es el criterio de la verdad) cuesta entender a los teóricos y las teorías. Vamos: ha quedado demostrado, más allá de cualquier duda, que el socialismo -sea el tradicional o ese “nuevo socialismo” que aparece en el encabezamiento del texto, sea eso lo que sea- como sistema socioeconómico alternativo al capitalismo, no sobrevive por sí mismo.

No puede.

Se asfixia, se desarticula, desemboca en absurdos y dictaduras; se descalabra, como el wishful thinking de los entrevistadores, y del señor Cobo, al que le endilgaron un titular que sugiere que el socialismo cubano comenzaría a funcionar, después de más de cincuenta y siete años de calamidad, si hubiera participación.

Si hubiera -eufemismos aparte- democracia, presuponen todos.


***

La reunión estaba -y cuál no lo está- aburrida.

Ni siquiera los chascarrillos mustios del señor de la chaqueta lograban que me sintiera animado, muchos menos los monólogos mascullados por el tipo rollizo que se sentaba a su derecha, justo en el borde donde el ventilador chasqueaba y regresaba a su vaivén de galeote lisiado.

El tipo rollizo vestía una camisa de seda, de color oscuro y abigarrado diseño, unos Dockers beige, y mocasines con campanitas en las puntas de los cordones. Hablaba a través de una media sonrisa, que pretendía ser astuta pero que le salía desdeñosa. Resollaba con cada frase, dejando escapar una risilla sofocada que, de reirse los curieles, así sería.

Pero eran sus ojos lo que más llamaba mi atención: inexpresivos, casi cubiertos por párpados pesados, caídos. La mirada, a tono con la sonrisa. Y, para colmo, con un sonsonete adormecedor en la voz que ya vencía mi capacidad para permanecer despierto.

De repente irrumpió en el salón un hombre pequeño, pelado a lo militar, de ojeras como bolsas y camisa de obrero.

Hicimos ademán de incorporarnos en nuestras sillas, pero fuimos contenidos por el brazo extendido, por la palma de la mano del hombre; “¡Siéntense, siéntense!”, dijo y, sin más preámbulo, con estilo ejecutivo, motivador, se lanzó a una arenga acerca de la importancia de lo que se hablaba en la reunión. Acerca de cómo enfrentar y resolver un problema que -yo sabía de antemano, desde que venía en mi bicicleta sudando los restos del almuerzo- no tenía solución. No podía tenerla. No en este pais. No en el socialismo.

“...y aquí, compañeros, lo que hay es que trabajar, ponerse para las cosas, ¿verdad José Raúl?”, remató al fin, palmeándole el adiposo lomo al tipo rollizo que mascullaba monólogos, “Y si hay que hablar con los capitalistas, se habla, ¿verdad?: ellos ponen el whiskey, nosotros los camarones; eh, Miré, ¿qué tú crees?” Y sacudió el hombro del hombre de la chaqueta, que asintió, con un esbozo de sonrisa de quien ha escuchado el mismo chiste demasiadas veces; en silencio, se entretenía en acomodar los inquietos papeles que tenía ante sí.

Yo no alcancé a sonreir a tono con las risas cortesanas de mis acompañantes en la reunión, porque la palabra “camarones” me provocó un súbito calambre en el estómago; todo lo que logré fue una mueca. “Es que son las seis de la tarde, ¿tú sabes?; seis horas pasadas después de algo que llamaron almuerzo; me espera además un viaje de dos horas en bicicleta por la penumbra de la tarde-noche habanera, antes de que pueda comerme un plato de arroz y frijoles. Y tú, tan orondo, hablando de camarones: no me jodas...”, le respondo a la supuesta pregunta que quizás me hubiera hecho el orador, de haber visto mi rostro amargado.

Pero ni siquiera lo notó. El orador estaba sumergido en sí mismo, desbarrando con la elocuencia de los posesos, argumentando con la fatua contundencia de los fanáticos. “Porque aquí”, decía, “lo que no hay que olvidarse, compañeros, es que estamos construyendo el socialismo: un socialismo moderno, eficiente, competitivo; que el Comandante nos está pidiendo eso, nos pide resultados, y que nosotros estamos to-tal-men-te comprometidos con esa idea, ¿´ta claro eso?”, concluyó al fin, una mano apoyada en la camisa de seda, la otra en la chaqueta de mezclilla.

“¡Saludos, entonces, y sigan ahí!”, remató uniendo las manos ante sí, la cabeza ladeada, en una suerte de bendición fraterna, arriba los reunidos del mundo.

Y salió del asfixiante salón como una tromba de un metro sesenta de estatura -estimé a ojo de buen agrimensor. Todos hicimos de nuevo el ademán de incorporarnos en nuestras sillas, contenidos otra vez por el brazo extendido, por la palma de la mano del hombre pelado a lo militar, de ojeras como bolsas y camisa de obrero, y la boca arqueada como si tuviera dispepsia: Marcos Portales, super ministro y pariente político de Fidel Castro; “¡Descansen!”, decía el gesto, y nos dejamos caer en nuestros asientos. Solo el hombre de la chaqueta, y el tipo rollizo con camisa de seda y que mascullaba monólogos, Fidel Castro Díaz-Balart, permanecieron inmóviles en sus lugares. Descansando.


***


“Nuestro ideal de una sociedad lo más justa e igualitaria posible está entre esos valores (...)”


Hay, es necesario admitirlo, un mal de fondo implícito en la idea socialista. Helo ahí, explícito: sociedad igualitaria.

De una manera inexplicable, no entienden teóricos, practicantes, adeptos -no se diga de la masa- que una sociedad no puede ser igualitaria porque no somos iguales.

Puede intentar una sociedad, en todo caso, ser justa, inclusiva, pero no se puede pretender que un cirujano o un científico sean iguales a un comerciante o a un policía. Mucho menos, cuando la diferencia se basa en que el cirujano tiene que botear en su carro para poder ganar el dinero necesario, mientras un comerciante prospera vendiendo croquetas.

Esa idea del igualitarismo es, además, la piedra angular del discurso demagógico socialista. Pero eso no es lo peor, y el señor Cobo nos lo recuerda:

“¿Qué hace que nuestro sistema no tenga la credibilidad que quisiéramos que tuviera? Creo que atribuir este fenómeno solo a los problemas económicos que confrontamos sería una simplificación.”

Los chinos y vietnamitas, hace ya un buen tiempo, entendieron la falsedad de una afirmación como esa y pusieron en práctica la mencionada simplificación: comprendieron que es imposible construir -joder con la palabreja- una sociedad pujante, un país exitoso donde haya esperanza, sobre la premisa de una economía desastrosa. Parafraseando al empresario y político mexicano Carlos Hank González, un país pobre es un pobre país.

Si bien al socialismo no lo salva la democracia, ni puede fomentar una economía que lo nutra, esa idea chino-vietnamita es una regla de validez general que no es posible violar sin consecuencias graves: Rusia, heredera de la mayoría de la Unión Soviética, sigue siendo un país rico en potencia, una potencia en potencia, y una nación pobre en su desempeño. No hubo bonanza en la etapa socialista, ni la hay en esta capitalista.

O sea: sin economía, sin el talento para hacerla funcionar, producir, florecer, no hay nación que valga la pena. Y no pierdo mi tiempo, ni el del amable lector, en citar cientos de ejemplos de países en harapos en los cinco continentes, sin importar que sean capitalistas. Mucho menos, socialistas. Y todo por no tener el talento para implementar esa simplificación imprescindible: economía.

En Cuba, el socialismo arribó por decreto castrista; en Venezuela, el chavismo llegó al poder a través de las urnas. Bajo el manto de la izquierdosidad -porque hay izquierda, e izquierdosismo, que rima con socialismo- más trasnochada, la latinoamericana, también se asomó el socialismo -aun se asoma- a la vida política en Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Chile, Argentina y Brasil.

Alguien, con mucho tino, dijo que el socialismo es el camino más largo entre capitalismos. Asi fue para todos los países del bloque socialista de Europa del Este, así debe ser para Venezuela a mediano plazo; en el resto de América Latina, para su suerte, es solo política, sin intentar tocar la economía; hasta en Cuba ya hay signos de que la bestia capitalista se pasea entre cedeérres y escombros.

La idea entonces de mejorar el socialismo con tan solo hacerlo participativo, con introducir un proceso democrático, es un callejón sin salida, y Venezuela nos dicta una cátedra acerca de ello. Si a ello se une una no-economía, tenemos de nuevo el descalabro socialista en las puertas.

Es por ello que dan grima los intentos de rebautizar, tan solo por intentar hacer ver que es viable, lo que fue un importante sistema sociopolítico en el siglo XX -gracias al socialismo podemos llamar a los ricos Primer Mundo, y a los pobres, Tercero-, pero que es un anacronismo fatal en pleno siglo XXI.

No voy a reseñar lo que logré leer del artículo de “Temas”. Tampoco es mi intención analizarlo en detalle, ni rebatir idea por idea. Es, en esencia, la socialistofilia intelectual que muchos, dentro y fuera de Cuba, detentan. Nada nuevo en realidad.

Y ni siquiera es privativa del señor Cobo, que es solo un entrevistado circunstancial; los autores advierten que este artículo es parte de una “(...) serie de entrevistas se dirige a indagar las concepciones de un orden socialista renovado, y a contribuir modestamente a su debate crítico”; debate sobre una utopía que no se sostiene por sí misma y se desmorona, párrafo a párrafo, antes de llegar al final del texto. Y de la serie.


***


Pedro Miret, hombre de chaqueta deslucida, falleció en fecha reciente; el tipo bajitón pelado a lo militar, de ojeras como bolsas, camisa de obrero y rictus dispépsico, Marcos Portales, que en su momento era considerado un dirigente de ideas renovadoras, fue defenestrado años ha, y ni siquiera su afiliación familiar lo salvó de la hecatombe; Fidel Castro Díaz-Balart, el hombre rollizo y aburrido que masculla monólogos, sigue siendo una figura decorativa, que aparece en degustaciones de habanos, en selfies con Paris Hilton, o dictando una charla -Dios me libre de tal oportunidad- en los Estados Unidos, nada menos que sobre física nuclear, biotecnología y nanotecnología. Todo junto. Al tres por uno. Para que lleven carta.

De alguna manera, ellos son el socialismo. Muertos, desechados, obsoletos. Fantasmas irrelevantes debatiendo sobre asuntos sin solución. Verrugas, en el tejido de una época.

Y eso es el socialismo; a todas luces, una protuberancia recurrente que le crece al capitalismo de cuando en cuando; tan solo de esa manera parasitaria, alimentándose del metabolismo de un organismo mayor y funcional, llega el socialismo a nuestros tiempos, sobreviviente a su propia inopia.

El caso cubano es todavía más grave: es todo verruga.

No hay nada en el substrato; ni “continuidades”, ni “valores”, ni “logros”. La lista de fracasos del socialismo cubano -del socialismo en general- es tan extensa como inexistente la de sus aportes. Y no: no hay que confundir la socialdemocracia escandinava con socialismo, ni a los escandinavos con los alucinados que aun dan vivas a su involución.

Cuba es -hay que enfrentarlo con lucidez o resignarse a otro medio siglo de parálisis- un país en bancarrota, necesitado de cirugía mayor; le urge que lo curen, que lo extirpen de sí mismo. Hay que empezar de nuevo, por el lugar donde se abandonó el futuro de la nación y, por favor, hay que comenzar por dejar de camuflar con nombres nuevos a fracasos viejos.

Hay que, de una buena vez, dejar de ser verruga.